La tragedia que encarnan el joven, rico y guapo matrimonio formado por Brandon y Candice Miller recuerda los ambientes de clásicos de la literatura norteamericana como Plegarias atendidas, de Truman Capote (1986); La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe (1987), y El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald (1925), novela esta última ambientada en los Hamptons, allí llamados The West Egg y The East Egg (o sea, huevo oeste y huevo este: en uno de esos huevos vivían los ricos por herencia y, en el otro, los nuevos ricos, de turbia fortuna, como el mismo Gatsby). Y al mismo tiempo es ilustración perfecta de la locura capitalista contemporánea.

Hace seis años, Brandon y Candice celebraban su décimo aniversario de bodas dando una fiesta en su mansión de los Hamptons para medio centenar de amigos acaudalados como ellos. Fue, según la prensa norteamericana, “una grandiosa exhibición pública de su vida y matrimonio perfectos”. Ella lloró conmovida al escuchar el emotivo discurso que pronunció su marido en los brindis, según contaba en su cuenta de Instagram, cuyas fotos y videos provocaban la admiración y envidia de sus 80.000 seguidores. 

Su vida de ostentación de lujo, dinero, viajes fabulosos y grandes negocios ha terminado bruscamente. La mansión está rehipotecada. El yate, embargado. El embarcadero, vendido. Las cuentas bancarias, en números rojos abisales. Niñeras, amas de llaves, chóferes, marineros y chefs personales buscan nuevos empleos. Y Brandon, de 43 años, murió el 3 de julio en un hospital de Southampton, mientras su mujer y sus hijas estaban en un viaje de placer en la costa italiana de Amalfi. Él las había enviado allí mientras él se quedaba, supuestamente para cerrar un negocio con el que iba a solventar ciertas dificultades de tesorería, molestas, pero de poca importancia, que llevaba algún tiempo arrastrando.  

La cuenta de Instagram donde Candice (42 años) ofrecía consejos de moda, compras y decoración a mujeres adineradas, ha cerrado sin explicaciones.

Ella era una mujer elegante, conocida por sus vestidos de alta costura y por sus sesiones privadas de fitness (de unos 250 dólares la hora, además de los 900 dólares mensuales de la cuota de socio del estudio), que grababa y compartía en internet.

Brandon Miller desarrollaba proyectos comerciales y residenciales en TriBeCa, Harlem y el Meatpacking District, barrios de Nueva York en proceso de gentrificación. Parecía un empresario particularmente exitoso en el sector inmobiliario. Pero ya en el otoño pasado estaba bajo tanta presión que durante una reunión de negocios en un rascacielos de Manhattan, se sentó en una mesa de conferencias y, para estupor de sus socios, rompió a llorar.

Tras licenciarse en la prestigiosa universidad de Brown, se había incorporado a la empresa inmobiliaria de su padre. Padre e hijo compraban terrenos baldíos, pedían préstamos para construir en ellos, vendían el nuevo edificio, y así ganaban fabulosas sumas de dinero.

Tras la muerte del padre, en 2016, Brandon Miller se hizo cargo de la empresa, que ya pasaba por algunas dificultades. La pandemia las agravó, pues el mercado inmobiliario de la ciudad se desplomó. Hubo que reducir gastos. Los Miller vendieron su fantástico ático dúplex en Nueva York y se mudaron a un piso suntuoso en la esquina de Park Avenue y East 71st Street, cuyo alquiler alcanzaba los 47.000 dólares (42.000 euros) al mes. Los muebles, también alquilados, costaban 120.000 dólares al año. 

La casa de veraneo de los Hamptons, donde celebraban asiduamente fiestas y cenas imprescindibles para agasajar a los multimillonarios que eran sus clientes potenciales, fue hipotecada varias veces. 

Entre fiesta y fiesta, el pobre Brandon vivía en una secreta angustia que no compartía ni con su mujer. Esta, en la perfecta inopia, concedía entrevistas a las revistas locales de los Hamptons donde revelaba que su tienda preferida para comprar chucherías era “Chanel, East Hampton”. En enero pasado fue citada en The New York Times, ensalzando los beneficios de un tratamiento facial de 800 dólares frente a las inyecciones de relleno y la cirugía plástica. “Esto te hace sentir que tu cara no necesita esas cosas”, explicaba la socialité, “si te comprometes en serio a ir cada semana o cada dos semanas”.

Mientras ella ejercía de esposa acaudalada y feliz, la maquinaria financiera de Brandon se recalentaba hasta el punto de ebullición: préstamos de bancos, y luego de amigos, para cerrar una operación que no podía salir mal, llamadas cada vez más insistentes de los acreedores, pérdida de esos amigos, que al no recuperar su dinero se sentían engañados. 

Candice Miller se llevó a sus hijas al extranjero y publicó fotografías de España e Italia. Allí se enteró de que su tarjeta de crédito no tenía fondos. Las tres volvieron a casa como pudieron, sólo para enterarse de que Brandon había conectado una manguera al tubo de escape de su precioso Porsche Carrera de color blanco y se había encerrado dentro, con una foto de su familia sobre el salpicadero, a respirar el dióxido de carbono letal.  

En un mensaje póstumo informaba a su esposa de que llevaba años luchando contra “ideas negras” y de que aquello –su propia muerte– era la mejor solución para ellas, porque había contratado dos pólizas de seguro de vida por 15 millones de dólares con los que podrían empezar una nueva vida sin él. (Ignorábamos que ningún seguro de vida incluyese el fallecimiento por suicido, pero todas las reseñas citan este dato, que, como todos los citados en esta nota, procede de los artículos y reportajes publicados en las últimas semanas en The New York Times, The New York Post y Hamptons Magazine).

Candice ha cerrado la cuenta de Instagram donde daba cuenta de su vida fastuosa y de su perfecta vida familiar. 

Aunque en el fondo sea banal –un ricacho que extendió más la mano que la manga–, reconozco en esta historia cierta grandeza: grandeza de ambiciones, de superficialidad, de fracaso, de desesperación, de sacrificio… y de amor, ya que de todo ello ha muerto Brandon Miller, un Faetón contemporáneo, un Master of the Universe, como diría Tom Wolfe, en el garaje de su hipotecada mansión en los Hamptons, llamada por Candice “Mi casa del cielo”. 

Seguramente en algún lugar menos paradisíaco que esa isla para unos cuantos privilegiados, en algún apartamento con ruido de cañerías, en un barrio más o menos sórdido de cualquier ciudad de Estados Unidos, ya hay algún novelista tecleando el primer capítulo de un libro sobre la hoguera de las vanidades del perfecto, envidiable matrimonio Miller, su mansión en los Hamptons, su yate y su Porsche, sus barbacoas con los Bezos, su bonita esposa y sus espectaculares fuegos artificiales.