Decía George Bernard Shaw, tan cercano al laborismo británico, que “a los políticos y a los pañales hay que cambiarlos cada poco… y por las mismas razones”. La gran mayoría pensará que el longevo dramaturgo irlandés aludía a las porquerías evacuadas y acumuladas. Pero sean pocas o muchas las heces o los orines, la higiene obliga a limpiar y ventilar de tanto en tanto las partes pudendas.
Después de Felipe González los tiempos de los liderazgos políticos en España se han ido acortando. Aznar y Zapatero no superaron los ocho años, aunque por su ansia de protagonismo mantienen aún cierta influencia y actividad en el laboratorio de sus respectivos partidos. Rajoy no superó los seis años y medio, y Sánchez ha cumplido ese mismo tiempo con el reciente quinario o cinco días de reflexión.
Todo apunta a que, tras la profunda crisis de credibilidad política que ha abierto Sánchez, los meses –sean pocos o muchos– que continúe al frente del Gobierno serán un extra para nada. Sus comparecencias en medios cómplices han puesto en evidencia no sólo su mala cara, sino su ausencia de discurso. Dijo tener un plan y fue incapaz de exponer un solo punto concreto de su cacareada regeneración. Cinco días para nada y tres entrevistas para menos.
Para los viejos que recuerden los pinballs de los años setenta del pasado siglo, Sánchez ha conseguido en el último momento una bola extra. Puede disfrutar dándole a los mandos, provocará más ruido de colores al lanzar su bola hacia arriba, conseguirá más puntos, pero nada impedirá que cada día que pase tenga más ansiedad y mal genio. ¿Será capaz de controlar sus emociones o zarandeará la maquinita? El luminoso tilt parece inevitable.
Tras el episodio de los cinco días de reflexión, la democracia española ha salido más debilitada. El mayor logro de Sánchez no ha sido señalar una y mil veces a los derechistas y ultraderechistas como responsables de la crisis que él mismo ha abierto. El mayor logro de Sánchez ha sido sembrar en su partido la desconfianza hacia el líder y el sistema parlamentario. El manoseo insalubre y vergonzoso de su partido ha superado lo imaginable. La vejación a la que ha sometido a sus diputados es de una irresponsabilidad extrema.
Al analizar la grave crisis que atraviesa el PSOE, muchos socialistas han comenzado a deslizarse en silencio hacia el escepticismo fabiano, muy próximo al que hizo público el citado Shaw hace más de un siglo: “La democracia sustituye el nombramiento hecho por una minoría corrompida, por la elección debida a una mayoría incompetente”. Esa mayoría son sus militantes, los últimos responsables del ridículo quinario al que Sánchez ha llevado a una de las Españas, la política.