“Estamos hasta los cojones de todos nosotros”. Nunca una pancarta había resumido tan bien lo que han sido diez años de procesismo. Diez años de manifestaciones que, con motivo de la Diada, pretendían exhibir músculo independentista. Lo hicieron y que de manera, en 2012 y en años sucesivos. Hasta que llego 2017 y, con él, el referéndum, la declaración unilateral de independencia (DUI), los procesos judiciales, la aplicación del artículo 155 y, sobre todo, la constatación de que quienes prometían una Cataluña independiente próspera iban de farol. Las movilizaciones, las cifras así lo indican, comenzaron a menguar.
Ayer, la manifestación del 11 de septiembre no solo visualizó ese fracaso, en la comitiva más corta y menos populosa de los últimos años, sino también, la absoluta división de los partidos secesionistas que, en una especie de ‘sálvese quien pueda’, han optado por definir sus propias estrategias. La de ERC está marcada por el diálogo y la moderación y, a pesar de los abucheos y los insultos de los patriotas más recalcitrantes sufridos ayer, está teniendo réditos.
Los republicanos presiden por primera vez el gobierno de la Generalitat y saben que sus eternos rivales, CDC antes y Junts per Catalunya (JxCat) ahora, no tienen hoja de ruta para lograr la república catalana.
Ni tampoco ganas de salir del Govern, aunque su secretario general, Jordi Turull, amenace con la ruptura. Inmersos en su enésima catarsis, los neoconvergentes ya tuvieron suficiente este 11 de septiembre con no ser diana de los insultos, pero están lejos de liderar (léase capitalizar) la movilización, cada vez más exigua, de la Diada: 150.000 participantes, según la Guardia Urbana, frente al 1,8 millones de 2014.
Independentismo desnortado
Que Oriol Junqueras, que a diferencia del fugado Carles Puigdemont cumplió condena en la cárcel por la organización del referéndum del 1-O, sea tildado de botifler y traidor, da cuenta de ese paso de la unidad independentista a un movimiento atomizado y muy desnortado que lo mismo insulta a ERC en el Fossar de las Moreres tras un tenebroso desfile de antorchas –el negro es el color de este año en las movilizaciones, muy revelador--, que jalea al muy xenófobo y ultra Front Nacional de Catalunya en la ofrenda floral a Rafael Casanova.
El gran perímetro de seguridad que, desde hace años, se establece en este santuario nacionalista impiden que las broncas vayan a más, pero ayer no pudieron poner sordina a los sonoros abucheos que recibió Pere Aragonès, hoy por hoy, el enemigo público número uno junto a Pedro Sánchez de los activistas radicales. Una foto de ambos presidentes fue quemada al atardecer.
Plante de Aragonès
Por eso, el presidente de la Generalitat no acudió al acto organizado por la Assemblea Nacional Catalana (ANC). Para ahorrarse el bochorno vivido el año pasado. Si la Diada siempre fue excluyente con el votante no separatista, a pesar de su pretendida condición de festividad de todos los catalanes, este año se ha dado una vuelta de tuerca al reparto de carnés de buenos y malos catalanes. Ahora hay buenos y malos independentistas. Es decir, que el soberanismo ha probado su propia medicina.
De ahí el plante de Aragonès y, sobre todo, los reproches de Òmnium, que horas antes de que arrancara la comitiva, tildaba de “populista” a la ANC por su rechazo a los partidos políticos. Tanto Òmnium como la Assemblea estrenaban nuevas direcciones. La de Xavier Antich parece haber virado hacia objetivos menos maximalistas. La de Dolors Feliu, fervorosa oradora que concluyó su fiesta repartiendo regañinas y amenazando con crear una lista electoral, apunta a marginalidad y nueva extravagancia transversal. Como ya lo fue Junts pel Sí o el Consell per la República. Dicho de otra manera, si prospera su embate, Feliu dividirá el espacio separatista, pero no vencerá.
En este clima de luchas fratricidas transcurrió la Diada, a modo de arranque de una. “No era esto, compañeros”, rezaba otra pancarta.