Todo empezó en la segunda mitad de los años sesenta, cuando los hombres de negro del Fondo Monetario Internacional (FMI), aconsejaron a la débil economía española un esfuerzo inversor en obra pública. La idea de construir autopistas no nació por generación espontánea. El tardofranquismo no puso ningún obstáculo a los nuevos licitadores: ellos pondrían la inversión y la recuperarían con creces si el tránsito de usuarios generaba ingresos superiores al coste de la construcción, sumados a la tasa de reversión anual que las empresas debían devolver al Estado, al cumplirse el plazo de la concesión. Las devoluciones de los peajes españoles se han ido aplazando cómodamente a la sombra de los pactos con las administraciones. Especialmente en Cataluña, donde los sucesivos gobiernos nacionalistas alargaron como un chicle el decreto ley 5/1966 sobre Autopistas de Peaje Barcelona-La Junquera y Mongat-Mataró, lanzado por el antiguo régimen.
Los reformistas del Opus le habían dado a la economía la vuelta como a un calcetín. Las grandes licitadoras de entonces --la Focsa de los Masardá, la Construcciones de los Koplowitz, la ACS, entonces de los March, la Ferrovial de los Del Pino, etc.-- pusieron su mirada sobre los conglomerados de servicios; y en Cataluña se vistieron de autopista.
En una economía todavía intervenida, empezaba un profundo cambio de ciclo: el ladrillo y el hormigón perdían el monopolio del concurso público y los grandes constructores empezaban su tránsito para convertirse en accionistas de las compañías energéticas, autopistas, líneas férreas, puertos, telecos, etc. Seopan, patronal y lobi de los grandes y la unión eléctrica, Unesa, fusionaban a sus miembros en el mercado, aunque, como agrupaciones de la CEOE, seguían funcionando por separado y por sectores, la invisible huella del sindicato vertical del pasado. Por su parte, los intereses de los socios de la AEB de la banca se acercaban tangencialmente a las antiguas constructoras en pleno cambio generacional --el momento del joven Entrecanales, de Del Pino hijo o de López Madrid, el fugaz yerno de Villar Mir--. Fue la penúltima concentración de capital en España. Se produjo a lomos de los noventa y sobre las playas ya tomadas del nuevo siglo, es decir con los banqueros sentados en los consejos de administración de las grandes empresas en refundación. Fue Aznar, quién, en el año 2000 acabaría instalando a la nueva clase dirigente.
El esplendor de la liquidez
Unos 30 años antes, España había abordado una estabilización que impedía los saltos de precios y provocaba la extinción de lo que dio en llamarse políticas de “sustitución de importaciones”. Abríamos por fin el melón de la oferta monetaria, montados en una divisa débil, pero convertible. La riqueza nacional empezó a contarse en dólares, como hacía el resto del mundo industrializado y las blue chips españoles de la época se apalancaban financieramente en los mercados internacionales. Acesa, la concesionaria catalana, controlada por La Caixa, rompió el molde, sin reconocer el gran pastel que iba a gestionar. Josep Vilarasau, ex presidente de la entidad, dijo entonces que la corporación industrial de La Caixa no entraría en empresas cuyos precios dependieran de la regulación de un Ministerio. Pero su frase “yo no juego a precios políticos” se convirtió muy pronto en su contra. El gran financiero rectificó ante la eclosión de las utilities. Y La Caixa acabó convirtiéndose sigilosamente en el gran brazo financiero y accionarial de Gas Natural (la actual Naturgy), Repsol, Telefónica y naturalmente de Abertis.
Hoy será el fin de los peajes, una fecha que nunca habríamos incluido en el calendario, en 2002, cuando se creó Abertis gracias a la fusión entre Acesa y Aurea. Desde entonces, casi el 70% de las autopistas de España han estado en unas solas manos, el Grupo La Caixa, hoy convertido en Caixabank y sin relación alguna con el negocio. Aquella unión de las dos concesionarias primigenias fue una fusión por absorción, que convirtió a Isidro Fainé en presidente del conglomerado. Fainé representó a la entidad de ahorro, el primer accionista, seguido a distancia por Dragados, que estaba en manos ya de la ACS de Florentino Pérez. En aquel momento, los socios minoritarios, Bancaja (Bankia), Unicaja, CAM y la Caja de Murcia, se repartían las migajas, pese a que sindicaron en vano sus respectivos paquetes. La operación afloró aquellos días las capturas en Bolsa que habían ido efectuando otros inversores, en el esplendor de la liquidez: Caixa Catalunya, la italiana Autostrade y la portuguesa Brisa, también eran accionistas. Y resulta especialmente remarcable ahora, después de que Autostrade se convirtiera, algunos años más tarde, en la dueña de Abertis.
Carreteras deficientes
La moción de censura contra Rajoy, lanzada por Pedro Sánchez en 2018, no contaba con el fin de los peajes. Pero mañana, cae el telón y la reversión al Estado de la propiedad de las autopistas españolas llega en mal momento para nuestro déficit. En junio, la deuda pública tocó máximos históricos: el 122% del PIB, y el déficit público se sitúa hoy en el 3%. El presidente Sánchez expondrá hoy en la Casa de América sus ocho puntos de inminente aplicación y uno de ellos es el cinturón de hierro sobre el techo de gasto, siempre que su tijera no recaiga sobre las espaldas de los más necesitados. El Gobierno sigue al dedillo los dictados de la Comisión Europea, es decir la contención sin llegar a la austeridad de años atrás, con un fondo de doctrina a medio camino de la reputada economista norteamericana Stephanie Kelton, autora de El mito del déficit, que propone contener la inflación antes que recortar el gasto público. Pero es precisamente ahora, con el gasto público disparado, cuando el Estado debe asumir el coste extra de gestionar y conservar en condiciones más de mil kilómetros más de carreteras.
Cuando las autopistas liberen de peajes y vuelvan a la gestión pública, el Estado dejará de recibir los ingresos que vía impuestos pagaban las empresas concesionarias, pero sobre todo deberá asumir el coste de su mantenimiento. El Ministerio de Transportes licitó en abril siete contratos por un importe de 137 millones para sufragar la conservación y el mantenimiento de los 477 kilómetros que quedaron liberados ayer martes. Los Presupuestos Generales del Estado del 2021 han contado con una partida de 1.240 millones de euros para la conservación de los 26.466 kilómetros de carreteras de propiedad pública, lo que, pese a ser un 58% más que el año anterior, es una cuantía que según los expertos está muy lejos de cubrir las inversiones necesarias para mantener las carreteras garantizando la seguridad vial. Un estudio sobre el estado de las carreteras realizado por la Asociación Española de la Carretera (AEC) concluía a finales del 2020 que uno de cada diez kilómetros de carreteras en España presentaba una situación “muy deficiente, incompatible con una movilidad segura y verde”. El déficit en la conservación de carreteras alcanza los 8.000 millones de euros. Además, en la última década los recursos destinados a la conservación y la seguridad vial cayeron casi un 80%.
Trayectos más lentos
La gran pregunta que se hacen los expertos es si el coste del cese de las concesionarias de autopistas debe ser asumida por los Presupuestos. La respuesta del Gobierno mantiene una ambigüedad difícil de entender: Moncloa señala el llamado “pago por uso” argumentado desde Bruselas a los países miembros y según el cual la financiación de las infraestructuras debe recaer sobre los usuarios en materia de conciencia medio ambiental. Es el principio de “quien contamina paga”, que sin duda incrementará la carga tributaria de los territorios sobre el mapa de carreteras. La presión tributaria está detrás de todo. Y la presión tributaria no es únicamente Hacienda, sino la carga fiscal más las cotizaciones a la Seguridad Social.
Queda una pregunta en el alero: ¿Cuándo se aplicará este plan? A lo largo de 2022 o cuando la economía lo permita. En su momento, el cesado ministro de Transportes, José Luis Ábalos, trato de aligerar el peso de la opinión diciendo que el pago por uso de las carreteras se aplicaría, al menos en un primer momento, solo a los 12.000 kilómetros de vías de alta capacidad, y que la cuantía estimada sería un simbólico céntimo por kilómetro. Hoy tenemos una perspectiva algo más clara de las contradicciones entre Ábalos y la ministra de Economía, Nadia Calviño. La nacionalización encubierta de las cuencas hidrográficas, destinadas a evitar los picos en la tarifa de la luz, fue frenada en plena canícula por la cúpula (presidente y vicepresidenta primera de Economía); pues bien, fue el segundo round de verano, tras los peajes.
Después de la disensión se hizo el silencio. Las controvertidas autopistas de peaje, que para algunos son hijas del capitalismo hiperbólico, podrían ser sustituidas por un modelo de mercado popular, menos eficiente y con muchos descontentos. Volverán los trayectos lentos y al parecer, aunque salgan más baratos, habrá que pagarlos.