Las cosas han cambiado en el sistema político español. El poder se concentra. Se puede obtener con facilidad y perder con la misma celeridad, como ha mostrado con maestría el analista Moisés Naím, en El fin del poder. Eso lo ha interiorizado Pedro Sánchez, pero también el nuevo líder del PP, Pablo Casado. Lo que importa es su propio liderazgo, mantener el poder en la Moncloa, o acceder a él.
Sánchez, por tanto, ha decidido sacrificar a los barones socialistas, a todos los que, de hecho, no le apoyaron frente a Susana Díaz en la batalla por la secretaría general del PSOE, y que viven aterrados ante el hecho de que el Gobierno necesite ahora a los partidos independentistas para aprobar los presupuestos. Sánchez busca, únicamente, llegar a 2020, o, como mucho, convocar elecciones en otoño de 2019. Pero no antes.
El precio es su cabeza
Esa es la lección que esos barones socialistas han comenzado a percibir. Y explica los nervios de dirigentes como Guillermo Fernández Vara, capaz de votar en el Parlamento extremeño junto al PP y Ciudadanos una resolución que pide la aplicación de 155 en Cataluña.
Frente a la incredulidad y cabreo de otros dirigentes, como Miquel Iceta, primer secretario del PSC, esos barones han comenzado a criticar abiertamente a Sánchez --de hecho lo llevan haciendo desde los últimos años-- porque se temen lo peor: que en las elecciones autonómicas del 26 de mayo las coaliciones de la derecha, entre PP y Ciudadanos, y, tal vez, con el concurso de Vox, se les lleve por delante.
Vara, Lambán, Puig y García-Page
¿Qué Pedro Sánchez querría consolidar y ampliar los gobiernos autonómicos socialistas? Claro, pero si no puede ser, mala suerte. El objetivo es que él siga en la Moncloa, ganar tiempo, e intentar después --igual con otros candidatos más fieles-- recuperar ese poder autonómico perdido.
Se trata de Guillermo Fernández Vara, en Extremadura; Emiliano García-Page, en Castilla-La Mancha; Ximo Puig, en Valencia; y Javier Lambán, en Aragón. Con matices y algunas diferencias entre ellos, todos se juegan sus presidencias en función de cómo el PP y Ciudadanos sepan jugar sus cartas y obtener mejores resultados.
Fernández Vara y Pedro Sánchez.
Hasta 2020, sin complejos
Esos barones señalan el peligro de que Sánchez se acerque al independentismo. Temen perder el poder, y buscan algún acercamiento a Ciudadanos. En ese intento, tienen a favor que el partido de Albert Rivera quiere sacudirse el estigma de Andalucía, con su pacto con el PP y la colaboración de Vox. Y está abierto a facilitar gobiernos autonómicos con el PSOE.
Sánchez tiene una obsesión, aunque el independentismo siga desconfiando de sus intenciones. Para el presidente del Gobierno es mejor tener presupuestos que no tenerlos. Aunque pudiera esgrimir el argumento de que el independentismo no quiere unas cuentas “progresistas”, y, por tanto, la derecha no pudiera reprocharle que está en los brazos del PDeCAT y de ERC, pesa más tener unos presupuestos que le permitan continuar en la Moncloa hasta 2020, con una prórroga el próximo año.
¿Por qué? Sánchez necesita tiempo. Fuentes socialistas admiten que el objetivo es “mostrar todo lo que se puede hacer, impulsar medidas concretas y gobernar, para que también escampe la presión y la novedad que representa esa alianza de las derechas”.
Ximo Puig y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez
El problema se complica ahora con la posible fragmentación de Podemos, tras el asunto de Iñigo Errejón en la Comunidad de Madrid. La fragilidad del PSOE puede aumentar. Con un Podemos a la baja y con el independentismo reclamando compromisos con el referéndum de autodeterminación. Ante todo eso, Sánchez cree que los partidos independentistas pueden ser favorables a ganar tiempo, el que necesitan ellos mismos y el propio presidente del Ejecutivo español
Complicidad con la periferia
Pero también existe otro objetivo más perverso para Sánchez. Si esa derecha derriba los gobiernos de Lambán, García-Page, Vara o Puig, se podrá decir que la izquierda debe reaccionar en unas elecciones generales, para impedir el acceso del PP, acompañado de Vox y Ciudadanos, mientras se eliminan al mismo tiempo incómodos dirigentes, que han intentado en los últimos años cargarse a Sánchez con todos los medios.
La paradoja es que Sánchez sigue una estrategia que es la única posible en estos momentos, tras la irrupción de los nuevos partidos en los últimos años, como Podemos, Ciudadanos y ahora Vox. El mapa dividido entre la izquierda, que busca la complicidad de la periferia, --el nacionalismo vasco y catalán, junto a otras realidades con personalidad propia como Baleares-- y la derecha del PP, Ciudadanos y Vox, obliga a seguir un camino que esos mismos barones socialistas iniciaron en 2015.
Pactos con Podemos
Vara, García-Page, Lambán y Puig son presidentes autonómicos gracias a sus acuerdos con Podemos y las confluencias de Podemos. Vara fue el único que pudo realizar alguna combinación diferente, y contó, de hecho, con una cierta complicidad con el PP. Fue elegido con los votos del PSOE y Podemos, pero los 28 diputados del PP y el único que logró Ciudadanos decidieron abstenerse, dando un cierto margen de confianza al presidente socialista.
El caso es que sólo Fernández Vara y Ximo Puig han virado desde su posición inicial. No están contra Sánchez y entienden la estrategia del presidente del Gobierno, aunque Vara haya protagonizado esta semana esa extraña votación en el Parlamento extremeño. Pero tanto García-Page, como Lambán han seguido recelando de Sánchez, fieles a Susana Díaz, y al movimiento contrario a Sánchez que sigue larvado en el seno del PSOE.
Sánchez lo tiene claro. Rumbo a 2020, y si se pierde poder autonómico por el camino, mala suerte. Lo que cuenta es la Moncloa, porque sólo se cambian cosas con el Boletín Oficial del Estado en la mano.