El PSOE está en una encrucijada. Y no sabe cómo salir de ella. La pérdida de Andalucía a manos de un tripartito tácito formado por PP-Cs-Vox ha puesto fin a un ciclo político cuyo sustento histórico se basaba en la hegemonía en el sur de España y la influencia en territorios estratégicos como Cataluña; un binomio al que se sumaba, dependiendo de las circunstancias, el control de otros territorios, como Extremadura, Castilla-La Mancha o Asturias. En 2008 los socialistas lograron cuatro millones de votos y 61 diputados entre Andalucía (36) y Cataluña (25). En 2016 estas cifras ya eran notablemente inferiores: 27 diputados y menos de dos millones de sufragios.
Existían pues claros signos de retroceso y una situación electoral menguante, pero no hasta el punto de una debacle cósmica. El apocalipsis, sin embargo, tuvo lugar el pasado 2D, cuando Susana Díaz, rival de Pedro Sánchez en las primarias, perdió la Junta de Andalucía y provocó una corriente de pánico en el resto de comunidades autónomas gobernadas --solos o en coalición-- por los barones socialistas. La nueva situación política abre un sinfín de incógnitas. Tantas que lo que está en juego en estos momentos es la propia supervivencia del PSOE como partido nacional. Su modelo político. Lo que sigue es una guía para entender la encrucijada de los socialistas a cinco meses de la hipotética confluencia electoral que puede hacer coincidir las generales, las autonómicas, las locales y las europeas.
El granero andaluz
Andalucía, al menos desde Suresnes, es la raíz política del PSOE. El grupo dirigente que sustituyó a los históricos del exilio, ahora convertidos por el transcurso del tiempo en la nueva vieja guardia, procedían de Sevilla. Esta generación de socialistas logró la victoria de 1982 que llevó a Felipe González a la Moncloa. Pero hizo algo aún más importante de cara al futuro: desplazó al andalucismo histórico, cuya influencia era más moral que electoral, y ocupó el poder regional en el sur, configurando así una autonomía patrimonial en función de sus intereses.
Sin este importante sostén institucional, sin este granero electoral, no puede entenderse ni la hegemonía del felipismo, ni la resurrección de Zapatero. Andalucía, en estos casi cuarenta años, aportaba cíclicamente la mayoría de los votos socialistas, servía de refugio ante los posibles retrocesos electorales --así fue en los años de Aznar y Rajoy-- y era hasta el árbitro en caso de conflictos internos. Tras Ramón Rubial, todos los presidentes de PSOE federal han sido andaluces: Chaves, Griñán y Micaela Navarro. La única excepción es la actual, Cristina Narbona, la presidenta del sanchismo.
Susana Díaz, junto a los anteriores presidentes de la Junta: Borbolla, Manuel Chaves y José Antonio Griñán
El ascenso de Susana Díaz
El extraordinario poder institucional del PSOE en Andalucía explica que la renovación de caras y cargos, producida a nivel estatal tras la dimisión de González, tardara en llegar al sur más que a Ferraz. Chaves, que gobernaba el PSOE andaluz desde 1994, dejó el cargo en 2010 forzado por Zapatero --que lo hizo vicepresidente-- y planeó una sucesión (en favor de Griñán) que resultó fallida, fracturó al partido en Andalucía en dos y permitió ascender a puestos de poder a una nueva generación de militantes sin ninguna experiencia profesional ni otro bagaje político que las luchas internas en las Juventudes Socialistas.
De esta forma heredó la Junta Susana Díaz, que desde su ascenso digital al poder --sin urnas de por medio-- creó un modelo de mando absolutista, de corte populista, que laminó cualquier disidencia interna en beneficio exclusivo de su figura. Díaz mantuvo activa la red clientelar --que beneficia por igual a las famiglias socialistas y a determinados sectores de la tradicional derecha andaluza-- pero, para cumplir con las exigencias del déficit presupuestario, recortó servicios básicos --sanidad y educación-- con los que los andaluces asocian históricamente la necesidad de la propia autonomía. Pensó entonces que el efecto electoral de estas políticas --ejecutadas por la actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero-- podría diluirse con propaganda. Se equivocó: los ciudadanos comenzaron a salir a la calle, algo nunca visto en cuatro décadas de autogobierno.
La perdición del PSOE
En paralelo, desatendió sus obligaciones básicas: ni gobernaba ni dejaba gobernar. Sus aspiraciones de conquistar Ferraz, como candidata de la vieja guardia de Suresnes, provocó el cuartelazo que destronó a Sánchez, le hizo después perder las primarias y, al cabo, precipitó la derrota del 2D, cuyas causas son indudablemente múltiples, pero en las que destaca como razón principal la combinación de la corrupción --el juicio de los ERE, el escándalo de la Faffe, cuyos directivos se gastaban el dinero público en prostíbulos--, la inoperancia institucional y el hartazgo social tras cuatro décadas de poder, inicio de un retroceso electoral que comienza hace algo más de un lustro y que no es fruto de las circunstancias políticas actuales. Un 80% de los ciudadanos --decían las encuestas-- deseaban un cambio en Andalucía.
No es pues serio atribuir la caída política de Díaz a las relaciones de Sánchez con los nacionalistas catalanes. Básicamente porque la líder del PSOE andaluz representaba desde el primer momento la antítesis de estas políticas. Los electores no la identificaban con una postura favorable a los nacionalistas catalanes, sino justo con la posición contraria. Su hundimiento en Andalucía, a la que abandonó por la guerra de Ferraz, es responsabilidad exclusivamente suya, aunque su versión oficial ahora se centre en la cuestión de Cataluña para no asumir en primera persona un fracaso político histórico cuya única salida real es su dimisión, un escenario que --de momento-- ella no se plantea, aunque el coste a pagar sea condenar a los socialistas andaluces a la oposición durante bastante tiempo e hipotecar las opciones electorales del PSOE federal.
Se enciende la alarma en Moncloa
La pérdida de Andalucía supone un terremoto para los socialistas. Es al mismo tiempo un símbolo y un síntoma: a cuatro meses del hipotético superdomingo electoral del 26 de mayo, con un Gobierno incapaz de aprobar los presupuestos del Estado, y dependiente de acuerdos con Podemos y los nacionalistas, el suelo electoral se mueve bajo los pies de Sánchez, que debe frenar urgentemente la sangría de votos en Andalucía y mantener posiciones en Cataluña, donde la equidistancia de Iceta (PSC) no funcionó en las últimas elecciones autonómicas. ¿Cabe la posibilidad de cubrir la fuga de agua de Andalucía con Cataluña? Es una de las estrategias de Moncloa, pero el resultado de esta apuesta es extraordinariamente incierto. Por mucho que el PSC capitalizase los gestos de Sánchez hacia el nacionalismo --cosa que todavía está por ver-- los socialistas catalanes, al no ser hegemónicos, no pueden sustituir políticamente a los andaluces. Sus escaños al Congreso en 2016 fueron 7 (de un total de 40) frente a 20 (de 61) de Andalucía. Un cambio de eje en tan corto espacio de tiempo es imposible. De ahí la urgencia de Moncloa en forzar un cambio en el PSOE andaluz facilitando un movimiento que permita contener la fuga de votos antes de que dentro de un mes empiecen las tensiones internas por las nuevas listas electorales de las municipales.
Pedro Sánchez / EFE
Sánchez tiene decidido dar un golpe de timón en San Vicente, la sede del PSOE andaluz. Los motivos son tanto personales como políticos: Díaz fue la instigadora del golpe de Estado que lo expulsó de Ferraz y, hasta ahora, era la única líder regional con peso institucional para articular una corriente crítica, incluso a pesar del fracaso en las primarias. Con su salida de la Junta todo su poder orgánico se esfuma, favoreciendo una rebelión natural desde dentro. El problema no es tanto el qué, sino el cómo. Sin un congreso ordinario a la vista, y con el control (relativo) del grupo parlamentario, Díaz ha decidido enrocarse en las Cinco Llagas --sede del Parlamento andaluz-- y bloquear cualquier fórmula de renovación que, necesariamente, requiere su salida del tablero. Su actitud no deja más opción a Ferraz que animar una revuelta interna.
La 'guerra civil' que viene
La destitución de Díaz, siguiendo el antecedente de la Federación Socialista Madrileña (FSM), acompañada de una gestora, es una fórmula que se ha estudiado, pero presenta inconvenientes. El más evidente es que no son organizaciones políticas comparables ni por militancia ni por poder institucional. Los socialistas andaluces, aun fuera de la Junta, todavía controlan ayuntamientos y diputaciones en territorios electorales claves como Huelva, Cádiz, Sevilla o Jaén. Díaz lleva desde el 2D celebrando reuniones a puerta cerrada con las agrupaciones provinciales tratando de medir el grado real de hostilidad tras la derrota en las autonómicas. Su intención es resistir y prepararse para una guerra civil que puede terminar de destrozar al PSOE. Díaz cree que puede regresar al poder, como sucedió en el caso de Guillermo Fernández Vara en Extremadura, dentro de cuatro años si la coalición PP-Cs-Vox no funciona o se debilita conforme se sucedan las nuevas convocatorias electorales.
Su planteamiento, sin embargo, tiene muchos elementos propios de una ficción: Vara no provoca el mismo rechazo social que Díaz causa tanto entre los militantes como entre parte de la ciudadanía. Tampoco dio una asonada en Ferraz, que es el giro de la fortuna que hizo pasar a Díaz desde la cima a la sima. Tras ser designada como la candidata socialista del Ibex, y gozar de todo el apoyo de la vieja guardia socialista, la presidenta (en funciones) de la Junta ya no tiene carrera política por delante. Toda su trayectoria es pasado. Pero lo que sí puede es morir (políticamente) intentando arrastrar a Sánchez si la contienda orgánica que se avecina logra hundir todavía más el suelo electoral de los socialistas en Andalucía. Paradójicamente, matando (electoralmente) al presidente del Gobierno terminaría también con el PSOE. Si Sánchez pierde la Moncloa, los socialistas quedarían condenados en el nuevo tablero político a la irrelevancia. El final de ciclo del PSOE se convertiría de esta forma en su testamento político.