Víctor Lapuente rechaza que se le catalogue como un adalid de la derecha, o de un neoliberalismo destructor del estado de bienestar. Al revés. Es profesor titular en el departamento de Ciencias Políticas en la Universidad de Gotemburgo e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno. Acaba de publicar, junto a Carl Dahlström, catedrático en la misma universidad de Gotemburgo, el libro Organizando el Leviatán, por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los gobiernos (Deusto), en el que se intenta demostrar que casos como España son una anomalía: el entrismo de la política en la administración, y la “colonización” de los burócratas, de los altos funcionarios del Estado, en la política.
Y existe un debate de fondo, que atañe a la ideología: “Hay una izquierda rancia que apuesta por cuestiones como la remunicipalización, por una defensa del Estado, que es contraproducente”. Lapuente señala que en un momento en el que todos, en Barcelona, revindican el maragalismo, especialmente la actual alcaldesa Ada Colau, “llama la atención que no se tenga en cuenta que el modelo de Maragall fue, principalmente, el de atraer al sector privado, el de la colaboración público-privada”.
--Pregunta: Usted se refiere en el libro al excesivo peso de los burócratas en la política, en países como España. Y habla del franquismo, cuando esos altos funcionarios llegaron a ser casi los propietarios del Estado. ¿Qué ha quedado de esa experiencia? ¿Se ha revertido del todo?
--Respuesta: Ha habido una transformación, pero no siempre en positivo. Con la democracia se nombraron más cargos políticos, para compensar esa colonización de los altos cargos del Estado. Y se politizó la alta función pública. El problema ahora no son las élites políticas, sino las élites político-burocráticas de un partido contra las élites político-burocráticas del otro partido: altos funcionarios de un lado y de otro, con toda una cadena de mando. De algún modo, como explicamos en el libro, ello provoca la dilapidación de recursos públicos y la existencia de gran corrupción en ese ámbito. Ahora, es cierto que esa disfunción se ha producido mucho más en las comunidades autónomas y en los entes locales, donde hay menos contrapesos que en la administración general del Estado.
--¿Son un problema, entonces, las comunidades autónomas?
--Se ha producido un cierto caciquismo, y se han nombrado decenas de cargos. Las comunidades autónomas son una oportunidad perdida. Crecen en los años ochenta y noventa, y la pena es que en ese momento ya existían modelos en los que fijarse, como Nueva Zelanda, Suecia, o Reino Unido. Sin embargo, se replicó el modelo de la administración general del Estado, pero, además, sin contrapesos. Y eso ha provocado casos de corrupción y pocos mecanismos para la selección de los altos cargos.
--Ahora se habla en Barcelona del modelo de Maragall, de recuperar parte de su gestión. ¿Qué le sugiere?
--El Maragallismo en Barcelona, que después adaptaron otras ciudades, y que fue un motivo de inspiración, supuso una apuesta ante la falta de recursos. Y de la necesidad se hizo virtud. Se adoptaron prácticas del sector privado, y se dinamizó la administración, de forma más gerencial y moderna, y no tan politizada ni a través de funcionarios burocráticos. La izquierda ha perdido en gran medida aquella experiencia, se ha olvidado. Y no se entiende que se quiera recuperar aquel legado cuando se rechaza esa colaboración público-privada, como es el caso del consistorio de Barcelona.
--¿El modelo que ha podido funcionar, por tanto, es el de Barcelona, el de Maragall?
--Sí, fue un modelo que se adoptó en otros lugares. Es lo que yo llamo, como titulé mi anterior libro –El retorno de los chamanes—una izquierda más exploradora que chamán. Intentaba innovar, y ahora parece que se ha ido más atrás. La izquierda ha adoptado esa idea de la remunicipalización, hay una alergia al sector privado, que, para mí, es contraproducente a la propia izquierda. Los que más han adoptado esa colaboración son los países nórdicos, o el Reino Unido, comprometidos con el estado de bienestar. Si exiges más impuestos, debes ofrecer una gestión más eficaz. Y a veces, no digo siempre, pero a veces, eso se garantiza con el sector privado. Aquí he llegado a escuchar que aunque se pierda dinero, se prefiere un determinado modelo. Eso es absurdo, es un disparo en el pie.
--¿Es España un país corrupto?
--Eso hay que matizarlo bien. Cuando se habla de un país corrupto, es cuando hay corrupción política y también administrativa. Y España es un caso atípico. Hay corrupción política, pero no administrativa. Existe en la cúpula de la política, y hay muy poca en la administración. La mayoría del sector público no es corrupta. El problema es que estábamos entre los 25 países menos corruptos del mundo y hemos ido bajando hasta los 40 países. Entre los países nórdicos e Italia y Grecia, la tendencia es acercarse hacia los dos últimos. Eso es lo preocupante, la tendencia que se detecta.
--En Organizando el leviatán, la incidencia se pone en esa dualidad entre políticos y burócratas. ¿Se puede entender que en España cuando cambia un Gobierno se designen nuevos responsables de empresas u organismos como Adif, Renfe, Correos, el CIS, o Paradores?
--No, no debería. Y también cambian cuadros medios, los de libre designación. Sólo deberían cambiar los cargos políticos, como sucede en otros países, como en el Reino Unido, o en Francia. No tiene sentido que Correos, por ejemplo, cambie de responsable, cuando los responsables necesitan entre cinco y ocho años para dejar su huella, para marcar una determinada organización. En España no se garantizan esos mínimos, y estamos sometidos a una gran inestabilidad política.
--Por situar un ejemplo. ¿Debería volver ahora Soraya Sáenz de Santamaría a su puesto en la administración como abogada del Estado?
--No lo sé si debería volver o no, pero lo que demuestra su caso es que deberíamos facilitar más el acceso a la política. Si queremos atraer talento a la política, lo hemos de facilitar. Y eso pasa por igualar condiciones –salarios, oportunidades—porque, en caso contrario, lo que tenemos y tendremos son políticos que respiran demasiado sector público. Necesitamos aire de fuera. No es una cuestión ideológica, pensando que es preciso gente del ámbito privado porque creen más en la economía de mercado. No, es por una necesidad de que se representen mejor los intereses de todos. Y, a nivel de representación, hay un exceso de presencia del sector público. Falta más sociedad civil.
--¿Mejores salarios, por tanto?
--Si, pero no de forma homogénea. Salarios no tan altos en la parte baja, donde son mejores que en el sector privado, y más altos en la parte alta. Pero lo preocupante que se detecta es la fractura social entre el sector público y el privado. En el público hay mejores condiciones, respecto al horario, las bajas, los sueldos, con sindicatos fuertes. En sector privado está cada vez más precarizado. Y si queremos que se paguen impuestos, hay que equiparar las condiciones de trabajo.
--En el libro se propone un modelo mixto entre los contratos laborales para todo y la funcionarización. ¿Cómo se alcanza ese objetivo?
--Apostamos por el modelo seguido por los países nórdicos, con trabajadores laborales desde hace casi 50 años en políticas de bienestar. El funcionario debe mantenerse en ámbitos como el policial o el judicial, pero en áreas de bienestar es posible ese paso hacia el contrato laboral, en educación o en sanidad. Y en el estricto campo de los funcionarios, en el sector público, se debería revisar la cuestión de las oposiciones. Se desperdicia capital humano, y es una regresión social, porque ¿quién puede estar tanto tiempo preparando oposiciones, qué familias se lo pueden permitir? Es necesario ir hacia exámenes más ágiles, y contratar a los más capacitados, como se hace en el sector privado. Las grandes empresas crean a los mejores profesionales y no los tienen seis años estudiando para un examen.
--Pero eso rompe la dialéctica entre izquierda y derecha.
--Es que se debe superar esa idea. Determinada izquierda tiene una visión rancia del Estado, con cuestiones como la remunicipalización. Y en la derecha hay intereses creados, y se apoya en altos cargos funcionariales. Todo ello provoca que nadie tenga demasiado interés en cambiar las cosas.