Hay cosas que no tienen arreglo. Como la ceremonia de los Goya: no importa lo que hagas --hablo por experiencia: fui guionista un año y aquello fue un truño considerable--, el resultado es siempre un ladrillo con escaso ritmo y menos gracia. O como los debates electorales, que siempre conducen a un diálogo de sordos y que la gente se traga un poco por obligación social, para que no te digan que no muestras interés por lo que se te viene encima. El debate de TV3 del lunes no fue una excepción. Vicent Sanchis, mientras solo debía atender a los candidatos, lograba algo parecido a una conversación, pero con todos juntos, se limitó a cronometrarles y a intentar que no hablaran todos a la vez, cosa a la que, en España, es muy dado todo el mundo. Hasta el punto de que, en algunos momentos, uno tenía la impresión de estar presenciando una tangana a gritos entre concursantes de Gran Hermano.
Además del compromiso social, la gente se zampa el debate electoral para aplaudir a los suyos y denigrar a los ajenos. Cada espectador tiene clarísimo quién ganó el encuentro: su candidato. No descarto que algún alma pura se trague el debate para acabar de decidir su voto, pero intuyo que se trata de una minoría insignificante. Me pongo de ejemplo: yo presté especial atención a Iceta y Arrimadas, mientras me ponía de los nervios cada vez que Rovira y, sobre todo, Turull, que además de independentista es desabrido, displicente y muy desagradable, abrían la boca. En teoría, todos viven en la misma realidad, pero es evidente que, en la práctica, habitan dos mundos distintos. Desde luego, nadie convence a nadie de nada. Y la cosa consiste en un diálogo de sordos, en un cada loco con su tema, en una serie de monólogos que, dependiendo de la mala uva de cada uno, se puede salpimentar con velados --y no tan velados-- insultos a sus oponentes (especialmente miserables los del sobrado Turull, convencido de ser un tipo brillante e ingenioso).
Las cuestiones sociales se trataron de pasada, ya que, gracias a los independentistas, esta campaña se basa en la nación catalana y la posición de cada candidato ante ella. Rovira se dedicó --cuando no estaba interrumpiendo a Arrimadas con comentarios lacrimógenos sobre presidiarios y exiliados-- a implementar la república, cosa que no podrá hacer si no quiere acabar en Alcalá Meco. Riera, directamente, cree que ya vivimos en la República catalana y que hay que obrar en consecuencia: desobedeciendo al enemigo monárquico y concentrando todos sus esfuerzos en las clases populares catalanas, a las que recurría constantemente. Ni una palabra sobre una evidencia: que España no contempla la República catalana y que se trata, se pongan como se pongan, de volver al autonomismo y, en el mejor de los casos, a la matraca de la queja permanente. Es lo que hay, y cuanto antes lo entiendan, mejor para todos: otro numerito como el de la independencia exprés y nos vuelve a caer encima el 155. De momento, lo único que pueden hacer es lo que ellos llaman ampliar la base social. Con un 90% de los catalanes a favor de la independencia, nadie podría negársela, pero si en cuarenta años de matraca generalizada no han conseguido convencer ni al 50% de la población, yo diría que les queda un largo trecho para alcanzar su objetivo. Así pues, a ocupar su escaño (quien pueda), a vivir del erario público, a relajarse y a disfrutar.