Cuando se dieron cuenta de que el hundimiento del Titanic era inevitable, el millonario Ben Guggenheim y su mayordomo, Victor Giglio, se quitaron el salvavidas, se vistieron de frac y se quedaron en cubierta sintiendo llegar la muerte. Fue la madrugada del 15 de abril de 1912. Ahora, y a la vista del desatino separatista (confirmado en los sondeos), sé de algunos que esperan engalanarse cuando el país sea alcanzado por la espada del Sant Jordi grotesco que lo consume. Aquel día, Puigdemont y su inseparable Josep Maria Matamala (Jami) mandarán desde Bruselas y seguirán tapeando de matute en los rendez-vous de la prensa europea.
La política es un correlato del arte de la conversación, la puesta en común de los saberes individuales, el método supremo de la información siempre que vaya acompañada del recreo, mirada irónica. La política debe robustecer el espíritu y divertir, algo que no entienden los secesionistas que han sumido al país en el mal humor y el resentimiento. Cuando la implosión soberanista destruya la Catalunya-ciutat por puro vicio identitario, acudiremos al último brindis antes de caer bajo los cascotes de la caballería vándala. Puigdemont, comodoro del Titanic de día y jenízaro embrutecido de noche, no esconde su pésima disposición a la belleza; tampoco recata su ignorancia. Al contrario, la exhibe en el chapurreo de un patois campechano --lengua franca de todo buen viajante de comercio-- que ha cogido desprevenidos a los valones. Y es que, aunque albergue al Berlaymont (sede de la Comisión Europea) en la sonora Rotonda Schuman, Bruselas es una ciudad fofa, provinciana y permeable al escándalo.
El expresident está enfermo de megalomanía. Pegado a la ERC de Junqueras, Puigdemont ha refutado la belleza en busca de lo sublime; ha sustituido el paraíso sin obligaciones por la moral estricta. Ahora su praxis elimina la duda; dirige a una gente instalada en el ideal, un mundo de convicciones sin matiz. Ha recogido el guante en una sociedad llena de salva patrias cuando en realidad él era un indiferente con varios ases en la manga.
Hasta ayer mismo, su próxima hazaña consistía en entrar en España por un paso pirenaico, comparecer por sorpresa en un acto público, poner a su público al límite del frenopático, y después meterse de nuevo en el maletero del coche de su mujer, de vuelta a Bruselas. Pero la policía le ha pillado la intención y ha blindado las fronteras. ¿Cómo lo ha sabido la pasma? A lo mejor se le ha escapado la idea a algún conseller prodigo en razones o quizá algún alto comisionado del procés ha dicho una palabra de más en la francachela de la ruta Boada-Gotarda-Dry Martini.
Europa y ley
Peggy Guggenheim, la gran coleccionista, hija del magnate y filántropo norteamericano del Titanic, escogió la belleza. Se bebió el mundo en el Palazzo del Leoni en el Gran Canal veneciano (“allí hablan las musas”, escribió Capote) y supo ser la última Dogaressa a ambos lados del Atlántico. Mientras el 155 mantiene su vigencia y quizá su prórroga después del 21D, esperamos de Puigdemont un periplo iniciático por la Europa de Delors, Prodi, Marín y González. Si ahora no es posible, que sea más adelante, después de los indultos. Le recomendamos un repaso a las sociedades civiles articuladas por los estados, pórticos institucionales de la modernidad, como civilización de la política y de las leyes.
Puede soñar con la idea de ser un político en el exilio que regresa clandestinamente para hablar a su gente. Pero no es verdad: Puigdemont no está en el exilio que sufrieron Tarradellas, en Saint-Martin-Le-Beau, Pompeu Fabra y Amadeu Hurtado en Perpignan o Trueta en Londres, bajo las bombas alemanas. Sus iniciales no estarán nunca en un muro como el de Pretoria, donde figuran los nombres de los soldados cubanos muertos en Cuito Cuanavale (Angola), a los que el propio Mandela señaló en tantas ocasiones como un punto de inflexión de la lucha contra la minoría racial de Sudáfrica. Saltarse fronteras para socorrer a un país (propio o no) atenazado por una minoría tiene sentido; el mismo que exhibió Bernard Kouchner (exministro francés y fundador de Médicos sin Fronteras) en Biafra o en los Balcanes, cuando apeló al derecho internacional y a la injerencia para defender causas humanitarias (el hambre, la enfermedad, las lacras de la guerra).
No es el caso catalán. Aquí, ha sido el candidato de JxCat el que ha vulnerado el Estado de derecho español y las leyes comunitarias de la UE, la zona más democrática del planeta. No hay razones para vulnerar, aunque sí puede haberlas para construir un estado de opinión que respalde cambios constitucionales, que desemboquen en una consulta legal. Tampoco estamos en la Cuba de Fulgencio Batista, que vivió el regreso guerrillero de Fidel, a bordo del Grama, antes de su repliegue en Sierra Maestra.
En su última tentación estética, Puigdemont ha recreado un escenario simétrico entre el poder de la España autoritaria y la palabra de un político exiliado por sus opiniones. No. Falso de toda falsedad. Estamos ante un Estado democrático occidental, frente a un político que se ha saltado las leyes después de haber jurado cumplirlas. No se trata de demonizar sino de articular salidas, levantar algo a lo que agarrarse a la hora de reconstruir los puentes de la “democracia del ingenio”, una no-disciplina, no-dogmática.
Victimismo y economía
Cataluña se debate entre el pueblo y la nación, conceptos que contraponen a la sociedad quieta frente a una minoría activa políticamente (nación). Es la dicotomía de Ernest Renan, en la que, lo segundo acaba tomando su parte por el todo. El nacionalismo, plebiscito permanente sobre el origen y el destino, suele ser un motivo de desequilibrio implacable.
Puigdemont se presenta el 21D sin haber hecho los deberes. Propone un corte radical sin una exposición de motivos, como no sea el victimismo. Renan abrió un melón desconocido; sacó al genio de la lámpara y hoy, un siglo y medio después, su saber desborda los límites de una cosa y su contraria. Ha escogido lo sublime por puro pragmatismo electoral. Sabe que la locura, en su justa medida, proporciona votos. Remite a la patria, ancla de un pensamiento totalitario en el que se mezclan extrañamente el placer y el dolor. En materia identitaria, la cultura engendra escepticismo; la pasión en cambio exige adhesiones, no tolera diferencias, lleva el sello de las epístolas paulistas, es luterana a ras de suelo.
Se ha escrito que el Titanic chocó contra un iceberg en el Atlántico Norte porque su comodoro no llevaba a bordo el cuaderno de bitácora. Aquí cae la economía como el manto de aquella noche en el trayecto de Southampton a Nueva York. Y nos preguntamos si el comodoro y su fiel Matamala tendrán que alquilar un frac.