Antón Costas (Matamá, Vigo, 1949), es catedrático de Política Económica la Universidad de Barcelona, consejero de varias empresas y expresidente del Círculo de Economía. Aún forma parte de la junta directiva del lobby empresarial catalán, el escenario que acogió este lunes por la tarde la presentación de su último libro, El final del desconcierto (Península).

—Pregunta. ¿Cree realmente que hemos llegado a El final del desconcierto?

—Respuesta. No [ríe]. Este final del título se refería a que creo que he comprendido las causas que han llevado a la ruptura de este nexo que se ha producido entre economía y progreso social que viene desde antes de la crisis.

¿Qué se ha roto?

—Yo soy de una generación en que la idea de crecimiento económico lo asociábamos automáticamente a buenos empleos, salarios y mejoras de los servicios públicos. Al progreso social, en definitiva. Eso empezó a romperse en los años 90, cuando los salarios comenzaron a descender. La semilla está allí.

¿Cuáles han sido las consecuencias?

—España ha sido a partir de la crisis, por ahí 2008, el país europeo donde más ha crecido la desigualdad y la pobreza. Eso me produce desconcierto porque considero que vivo en un país socialmente decente que tiene un Estado del bienestar con unas prestaciones públicas aceptables y económicamente es de los más desarrollados. Desconcierto también por las consecuencias sociales, ese malestar que explota el 15M y de forma inmediata genera caos político por el desorden y el malestar que genera esa explosión. La idea del título es que las causas están identificadas. Las respuestas ya no tanto.

¿De qué causas estaríamos hablando?

—El libro parte de una pregunta: ¿cuál es el pegamento que hace que una sociedad liberal como la nuestra se mantenga unida, coopere entre sus actores y prevenga el conflicto social y el caos político? Es evidente que existió durante algunas décadas de armonía social y de progreso político y económico. Antes ese pegamento existía, ahora no.

¿Qué ha generado esa unidad?

—El contrato social que hace posible que el crecimiento sea sinónimo de progreso social. Cuando no existe, cuando se ha quebrado, la sociedad entra en una situación de convulsión.

Este sería el momento actual, el de quiebra

—Sí. Entiendo que se ha quebrado ese contrato que funcionó bien en España a partir de los 70, que es el mismo que toman las sociedades occidentales al salir de la Segunda Guerra Mundial. Una especie de compromiso en el que a los que le iba mejor en la vida ayudaban a través del pago de impuestos a aquellos que quedaban atrás, les ofrecían oportunidades y un horizonte de mejora. Esta sería la explicación en términos de filosofía moral.

En términos prácticos, ese contrato social tuvo dos grandes fundamentos. Las fuerzas políticas de izquierda y los sindicatos de clase que habían tenido al capitalismo como su enemigo irreconciliable aceptan que la economía de mercado puede ser un buen camino o un instrumento para crear riqueza. A la vez, los conservadores, los liberales clásicos, aceptan que se debe crear un nuevo Estado social con prestaciones orientadas a garantizar la igualdad de oportunidades (un sistema público de educación) y un sistema de seguros públicos y prestaciones orientadas a cubrir la contingencia de pérdida de ingresos que los hogares y personas sufrían ante una crisis con la pérdida de empleo, ante una enfermedad o la jubilación. 

Este doble compromiso funcionó muy bien durante los llamados 30 gloriosos --los 50, 60 y 70--. En España, especialmente a través de los Pactos de la Moncloa. La Constitución vino a darle cobertura legal y añadió una segunda dimensión a ese contrato social, el contrato territorial.

No parece que ahora esté en demasiado buena forma…

—Funcionó razonablemente bien durante los años 80 y comenzó a dar signos de que algo se iba estropeando en los 90. Esa semilla de destrucción, por decirlo de algún modo, que ya estaba plantada encuentra su terreno abonado a partir de 2010 con lo que se llamó política de austeridad.

¿Por qué?

—Porque fue un ataque en la línea de flotación a los elementos básicos del contrato social: la educación, el desempleo, la sanidad y las pensiones, en menor medida.

¿Cómo reconstruimos ese contrato social?

—Mi análisis parte del hecho de que el problema que tenemos en nuestras sociedades es distributivo. No se resolverá sólo por la vía de la redistribución, la de mayores impuestos y más gasto público. Creo que debemos hacer funcionar mejor la economía, tanto la estabilidad macroeconómica, hacer una economía menos maníaco-depresiva; como ser más eficiente con precios de bienes y servicios que respondan a costes y no a situaciones de poder de mercado de las empresas. En tercer lugar, debemos focalizar el debate y las políticas en los factores olvidados de la productividad. Básicamente, el tamaño muy reducido de muchas empresas, el modelo de empresa que sigue siendo anticuado, jerárquico, de ordeno y mando y no cooperativo; y también el clima laboral.

¿Europa es responsable de la situación actual?

—Creo que tiene mucha responsabilidad al menos en el periodo que va de 2010 a 2013. Especialmente las autoridades monetarias en la etapa de Jean-Claude Trichet [presidente del Banco Central Europeo entre 2003 y 2011]. Firmó esa carta nefasta que quedará en la historia de la inquina de la democracia [la que exigía al entonces presidente Zapatero recortes a cambio de comprar deuda del país y evitar la bancarrota]. Si lo dudásemos, existe una prueba: todas las economías del mundo se desplomaron de 2008 a 2010, sólo una región del mundo, al zona euro, volvió a la recesión después. Eso fue responsabilidad de las directrices monetarias y fiscales de la economía europea.

¿Trichet y su austeridad también tendrían responsabilidad en la tensión política que se vive en Cataluña?

—Yo no le atribuiría la quiebra de la dimensión del contrato territorial de forma directa, pero de forma indirecta sí. La política de austeridad claramente quebró el contrato social y generó la explosión de malestar social que se produce meses después, en mayo de 2011. Quiebra el sistema de gobierno tradicional, el bipartidismo, y da lugar a la emergencia de nuevas izquierdas alternativas, lo que hemos llamado populismo. Y una expresión ad hoc catalana es el nacimiento de la Assemblea Nacional Catalana (ANC).

¿Cree que es otra contestación a la política de austeridad?

—A diferencia de otros lugares de España, en Cataluña el malestar social del 15M lleva a una expresión de la izquierda alternativa que es ocupar la plaza Cataluña y la emergencia de nuevos liderazgos, como el de la alcaldesa Ada Colau aunque no únicamente ella. Y también generó una segunda expresión política de ese malestar, de ese populismo que a mi juicio fue la primera reunión fundacional del grupo que va a dar forma a la ANC y en abril de 2012, prácticamente un año después, la asamblea constituyente. Este es el hecho que rompe de una manera clara el contrato territorial en España.

¿Se esperaba llegar al momento actual?

—Esperaba la quiebra. Hace dos años que planteé la duda de qué llegaría antes a España, si la independencia de Cataluña o la reforma de la Constitución.

Estamos en tiempo de descuento…

—Yo creo que aún hay espacio esta semana para encontrar una vía de salida que no sea traumática, que no pase ni por el artículo 155 tal y como el Gobierno de España ha trasladado al Senado ni por la declaración de independencia. Sin banalizarlo, creo que estamos en una partida de póker y esta es la última jugada. Los dos participantes han mostrado su última carta pero no la han puesto definitivamente sobre la mesa. Por ahora sólo las han mostrado. Hay horas, días escasos, para evitar que se pongan sobre la mesa.

Hay muchas peticiones en este sentido.

—En estos momentos la única opción para evitarla y salvar las instituciones de autogobierno de Cataluña es la convocatoria de elecciones anticipadas por el presidente de la Generalitat. Salva a las instituciones catalanas, evita el 155 y nos da unos meses de sosiego donde todos podemos hacer un poco de reseteo.

¿Qué se debería hacer en esta ventana de tiempo?

—Con ese sosiego que nos pueden dar estos dos o tres meses, ir de nuevo a unas elecciones donde se pueda contar de una forma clara cuáles son las preferencias políticas de cada uno de los ciudadanos de Cataluña y, en función de eso, iniciar una nueva etapa que responda a las aspiraciones de todos. A las de tener un Estado propio de unos y las de disponer de un mejor autogobierno de otros. Pero se debe hacer de forma que no se produzca una fractura social.

Mi mayor temor como ciudadano ya no es el enfrentamiento entre las instituciones políticas catalanas y las del Estado; es la fractura social interna.

¿Cómo se gestiona esta fractura?

—No se puede gestionar eso, la vida te lo dice. Mire, le contaré lo que me pasó a mi el viernes pasado. Fui a comprar los periódicos a mi kiosco habitual, un señor que se estaba marchando de allí dio media vuelta y me preguntó:

"¿Es usted Antón Costas?'"

"Sí"

"Le he escuchado televisión"

"Ah, muy bien"

"Yo también soy economista"

"Ah, muy bien"

"Yo no estoy de acuerdo con usted"

"Ah, muy bien, me parece lógico. En una sociedad democrática es lógico"

"Así es"

Pero de pronto me dice:

-"Mire, personas como usted no tienen lugar en Cataluña", y da un paso adelante. Yo di un paso atrás y me fui.

Él me dijo:

"Su lugar está en España".

Bueno, es esta fractura. Si no das el paso atrás y él da el paso adelante, probablemente algún pequeño incidente físico ocurre. Esa fractura en el momento en que se manifiesta no eres capaz de controlarla porque ya no valen las buenas palabras.

A mi esto es lo que me asusta. No ya el conflicto político estrictamente institucional. Me preocupaba antes de este incidente personal, que es banal. Si la dejamos avanzar es muy difícil que la podamos gestionar porque la historia nos dice que durante un tiempo nos agarraremos del cuello unos a los otros hasta que nos demos cuenta de que de esta forma nadie gana y, entonces, intentemos tener una argumentación más amable con la democracia. Pero si dejamos que explote, durante un tiempo será difícil.

Se ha tildado de dramáticos este tipo de discursos.

—Mi actitud no es dramática. Mantengo siempre en la vida una esperanza razonable porque, entre otras cosas, creo que va mejor. En todos los ámbitos de la vida, también en el personal y en la salud. Creo que la realidad es la que es, pero el optimismo y el pesimismo lo pones tú. Yo creo que siempre es mejor enfocar las cosas desde una perspectiva optimista. También con respecto a la situación catalana. Por eso creo que estos días debemos hacer todo lo necesario, no todo lo posible, para evitar este escenario de fractura social.