“Catalunya vive una época histórica”. “El pueblo catalán ha salido a la calle”. “El mandato de la ciudadanía es inapelable”. “Ha llegado la hora”. “La emancipación nacional de Catalunya es una consecuencia democrática e inapelable”.

Desde hace cuatro años, estas consignas se han sucedido hasta el punto de convertirse casi en axiomas. Las últimas macro manifestaciones de las diadas y la convocatoria oficiosa del 9-N con una importante participación (1,8 millones de votos por el “Si-Si” que casi llegó a una tercera parte del total de electorado potencial, 5,4 millones), son agarraderos tan indiscutibles como recurrentes para aquellos que contemplan la segregación de Cataluña de España como un escenario irreversible, necesario y justo.

Disidencias en el independentismo

El 27 de septiembre, y fruto de este estado de las cosas, 1.965.000 de electores, del total de 5.400.000, votaron inequívocamente independentista.

El mismo electorado llamado a urnas 83 días después, ha elegido la opción independentista con el voto de 1.200.000 ciudadanos.

¿Dónde están los 700.000 votos que se han desvanecido en menos de tres meses? ¿No se supone que estamos en un momento único, un caixa o faixa, un punto clave e irreversible en el devenir histórico del pueblo catalán? Si eso es así, (al menos en ello se insiste desde hace cuatro años). ¿Por qué en 83 días hay 700.000 disidencias? ¿Le falta musculatura a esos sentimientos?

Sentimientos como castillos de arena

Los sentimientos y las emociones son maleables, al menos de forma parcial. Eso lo saben bien los ingenieros del marketing político que trabajan, apoyados en los mass media, para convertir lo etéreo (el sentimiento y la emoción), en tangible ( el voto).

La mayoría de los sentimientos son redirigidles, dóciles, en manos de esos ingenieros. Lo son incluso cuando se trata de sentimientos íntimos, enraizados, cultivados o inoculados durante años. Pero aún son más volubles y menos fiables aquellos sentimientos que resultan sobrevenidos, espontáneos o casi inesperados que un buen día irrumpen en nosotros mismos o en la gente de nuestro entorno sin saber cómo y de qué manera.

Ahora no, ahora sí

Hace cuatro años, CiU declaraba no ser independentista. Jordi Pujol nunca fue independentista. Ahora si.

Nuria de Gispert (que habla castellano en su entorno íntimo familiar), se ha erigido de forma advenida como adalid independentista radical, tanto es así que en el ocaso de su carrera política, se ha agarrado a la estelada como inmersa en una especie de síndrome de Estocolmo, hasta el punto de abrir en canal al partido que la situó en el candelero político durante años.

Pensemos en cuántos familiares, amigos-as, conocidos-as no independentistas hace 4 años, ahora lo son.  Sin duda, numerosos motivos confluirían en esa metamorfosis pero lo que parece incuestionable es que se trata de mimbres emocionales consustancialmente endebles, llamados a ajarse por culpa del cansancio o el sobrepeso.  

Hace falta más y más fuerte

El sentimiento independentista enraizado, indubitado, interiorizado (aunque, como todos, sea parcialmente maleable), debería de ser la punta de lanza de un pueblo que dice luchar por la emancipación. Y ese sentimiento, para ser total, no debe de contemplar disidencias ni medias tintas.

La condición íntima de catalanidad, de apego a la tierra y a la lengua de unos ancestros, con una historia que modula una personalidad debería de erigirse en bandera ineludible y definitiva, para ser considerada como cierta y total.

Los resultados electorales, se pueden someter a mil lecturas, pero una de ellas nos lleva a cuestionarnos si la solidez del procès, está amparada por una emoción social amplia, auténtica y de sólidos fundamentos. Sin ese amparo, contra el que tanques, leyes y presiones internacionales no podrían luchar, no habrá Itaca.