La mañana se anunciaba tranquila y soleada en París, con un cielo sin nubes. La Estación del Norte, punto de llegada de los trenes procedentes de Bélgica y Holanda, Alemania y Reino Unido, estaba quizá más calmada y algo más vacía de lo habitual. El refuerzo de la seguridad en el perímetro de la estación, una de las mayores de París y situada en un barrio de elevada concentración de poblaciones de origen inmigrante, era visible, pero relativamente discreto. Y los efectivos que primero se percibían eran policiales, no militares, aunque en la capital francesa no es extraño ver comandos del Ejército fuertemente armados patrullando los lugares estratégicos. Los torniquetes estaban abiertos: todas las redes de transporte público urbano y regional (metro, RER y autobuses) funcionaban todo el día de forma gratuita, para facilitar la asistencia a la Marcha y el desplazamiento por la capital.
Algunas personas ya estaban concentradas en la Plaza de la República a las 11 de la mañana, aunque la manifestación no estaba convocada hasta cuatro horas más tarde. Por toda la ciudad, los carteles negros en solidaridad con Charlie Hebdo llenaban quioscos y paneles publicitarios. Por aquí y por allá, carteles más o menos improvisados daban testimonio de la resistencia civil, anónima, al terror sostenido e insistente que la ciudad viene de sufrir durante tres días: en Charlie Hebdo, en Montrouge, en Vincennes. Contra dibujantes y periodistas, contra policías, contra judíos. Contra todos, en realidad. Por la disparidad de objetivos, pero también por pura lógica, esta marcha no podía limitarse a ser únicamente una marcha por la libertad de expresión, ni una marcha contra el antisemitismo. Sólo podía ser lo que fue: una marcha republicana, cívica, por la vida en común y contra quienes se oponen a ella. “Sin unidad, Francia no es nada”, se leía sobre una marquesina a la entrada del metro. Otro folio, más lacónico, sólo contenía una palabra: “Ensemble”. Juntos. Pero la traducción en español no le hace justicia; va un poco más allá que eso. La etimología del verbo “ensamblar”, del francés ensembler, da una idea un poco más precisa. Ensemble es juntos, pero también articulados en un conjunto que no puede permitirse prescindir de ninguno. Los ataques han sido brutales, pero la respuesta no puede implicar, no puede flirtear siquiera con ningún amago o dinámica de división, exclusión o fractura social.
Una hora antes del inicio oficial de la manifestación, ya era imposible llegar a la Plaza de la República. El cielo se había cubierto, y una leve llovizna hizo acto de presencia: puede que amaneciera despejado, pero nunca se puede contar con el favor del tiempo en enero en París. Pero nadie se dio por enterado, así que la lluvia acabó expirando al poco tiempo. Enormes riadas de gente subían por los bulevares que convergían allí. El ambiente, contra lo que podría esperarse teniendo en cuenta la gravedad de los atentados –17 muertos y varios heridos--, no era en absoluto fúnebre. Sobrio y bienhumorado, bon enfant, por momentos ligeramente festivo; como si los parisinos quisieran vengarse de la presión sufrida en los últimos días con una inyección de calor humano. Como si hubieran interiorizado que un homenaje sincero a Charb, Cabu, Wolinski y los demás requería una sonrisa ancha. Como si al descender a la calle de nuevo, como tantas otras veces, al encontrarse todos, juntos, ensemble, retomando unas calles que volvían a ser suyas tras días de haber sido confiscadas por el miedo, para rendir un último homenaje a todas las víctimas, los parisinos dieran el primer paso para consolar a heridos y familiares, para confortar a los asustados, para ratificar que París no se rinde, que Francia no se rinde, que en Europa no nos rendimos y que sí, tenemos miedo (¿quién no?), pero ello no nos va a convertir en nuestros enemigos.
Había banderas tricolores, y también de otros lugares. Pero no demasiadas. Las que estaban, ondeaban con alegría, según los altibajos en el ímpetu de su portador. Otros llevaban carteles, pegatinas o inscripciones, pero el mensaje más contundente y más repetido era la mera presencia. “Je suis Charlie”, claro; viñetas, lápices, reinvidicaciones de la libertad de expresión. “No nos callaremos”, prometían las octavillas distribuidas por militantes del Front de Gauche. “No tenemos miedo”, rezaban otras. Aunque claro que lo teníamos, claro que lo tenemos; pero no el suficiente como para que los integristas ganen la partida. En un rincón, algunos activistas vendían un número especial de L'Humanité, el histórico diario del socialista Jaurès, él mismo asesinado en su día, apenas unas calles al oeste, por otro integrista -nacionalista en este caso- en vísperas de una carnicería continental de la que ahora se cumple un siglo. Había también otros carteles y notas más personales, biográficas, artesanales. Iraníes de París que eran Charlie. Mujeres, francesas y musulmanas que reivindicaban las tres cosas en el mismo cartel y negaban cualquier derecho al terror a hablar en su nombre. Preguntas inquietantes dirigidas a los que mandan: “Chefs d'État: et après?” (“Jefes de Estado: ¿y ahora?”).
Pocos cánticos, elementales. “Li-ber-té, li-ber-té!”, “Char-lie, Char-lie!”. Un niño pequeño, a hombros de su padre, repetía distraídamente por su cuenta, y a su manera, esta última consigna, según le sonaba: “A-li, a-li...!”. El policía muerto, rematado sin piedad en el suelo, se llamaba Ahmed y era musulmán. Hacía su trabajo, que era el de proteger a unos señores que hacían una revista que quizá no le gustaba: un justo de los que salvan el mundo, diría Borges. Podría haberse llamado Alí, se me ocurrió al oír al crío. Y el niño habría dado en el clavo, sin pretenderlo, al convertir su nombre en el eco, en el reverso inseparable del otro. Somos tan Charlies como Ahmeds, como somos cualesquiera de los muertos y los heridos: al margen de lo que pensemos, ese es el núcleo de la sociedad abierta que está siempre en la mirilla de la intolerancia.
La estrofa inicial de la Marsellesa, entonada suavemente y aplaudida sin afectación, circulaba de punta a punta de la multitud, yendo y viniendo en oleadas, y atravesaba todas las edades, todos los colores, subiendo y bajando en intensidad. “Marchons, marchons...”. Marchábamos, con media hora de retraso, desde la Plaza de la República hasta la Plaza de la Nación por el boulevard Voltaire, en un recorrido que ya era todo un programa: sólo hay nación posible, deseable, defendible, si se funda en la convivencia entre todos los que ya convivimos; en la república. Parece redundante, pero no lo es. Convivir con los que convivimos y preservar en esa convivencia, a sabiendas de que no está exenta de tensiones ni de conflictos, es la negación misma del integrismo, de cualquier integrismo. Ya sea nacional o religioso, étnico o lingüístico, todo integrismo descansa sobre una amputación, una ruptura o una depuración: la de los infieles, la de los tibios, la de los insuficientemente puros, la de los que disienten, la de los extranjeros, la de los traidores, la de “los otros”, la de los que no somos “els de casa”, como aúllan nuestros integristas locales. Todos caemos potencialmente en alguna categoría para alguna de las abstracciones susceptibles de conocer una deriva integrista; por eso los muertos de la pasada semana en París han sido diecisiete, pero los objetivos éramos todos.
Nos fuimos dispersando al acercanos a la Plaza de la Nación. Atardecía, y la multitud se desparramaba -nos desparramábamos- civilizadamente por las calles, brasseries y bistrots adyacentes, antes de recogerse y regresar a sus casas. A las seis y media, todavía un grupo de irreductibles miraba la ciudad y ondeaba sus carteles y sus tricolores encaramados al monumento de la Bastilla. Unos trompetistas errantes tocaban una animada música en la misma plaza, aún desierta de coches; un pequeño enjambre de aficionados procedentes de la marcha les seguía al ritmo, como niños a un flautista de Hamelín.
Una manifestación no arregla nada. Ni siquiera una tan masiva. La sociedad francesa está gravemente dividida. Y asustada. Más ahora que hace una semana: los atentados han presionado allí donde más duele, allí donde más daño se podía hacer. Pero después de ver la calma y la civilidad de la movilización, la sobria determinación, el rechazo sin matices al odio y a toda transacción con él, la modesta reivindicación de la alegría, la paz y la convivencia, la tranquila resistencia de centenares de miles de parisinos, como de millones de franceses congregados en otras partes del país, uno no puede menos que ser un poco optimista. Saldrán adelante, de este envite y los que están por venir. Saldremos adelante todos, con ellos. Libres. Y ensemble.