La operación del juez barcelonés Joaquín Aguirre que ha supuesto la detención de una veintena de personas acabará en nada. Les acusa de diferentes tipos delictivos, pero uno de los asuntos más turbios era su supuesta implicación en el llamado Tsunami Democràtic, anónima organización que estuvo detrás de algunas de las protestas independentistas, incitando a la movilización y consiguiendo recursos para mantener el pulso al Estado.

Aguirre es un juez controvertido. Sus casos se dilatan y tiene absoluto descaro para decir y desdecir sin pestañear. Acumula una larga trayectoria con asuntos polémicos. Las principales penas que consigue para sus imputados son las de Telediario. A la vista de los papeles que acompañan la instrucción nada parece asegurar que esta ocasión resulte distinta. Los que la liaron ya procuraron cubrirse y dos de ellos han paseado sin complejos su activismo por la televisión pública catalana este fin de semana.

Sí que es cierto, que la lectura de esos documentos confirma algunas sospechas que flotaban en el ambiente: la existencia de un grupúsculo de personas del mundo de los negocios, transversal entre republicanos y neoconvergentes, que usaban la política y sus contactos con la administración para beneficiarse o influir en contratos mercantiles u otras prebendas. David Madí era el alumno aventajado de todos ellos. De excelente y millonaria familia, aprendió con facilidad que la mejor de sus cualidades radicaba en su agenda de contactos. Trabajó para Endesa, Telefónica, T-Systems, Indra, Uber, Deloitte... y todas aquellas empresas que tenían negocios con la administración catalana o necesitaban de sus regulaciones y normativas.

En Madrid descubrieron que era un independentista irredento (en el Ibex se sorprendían de esa condición años después de financiarle suculentos contratos para mantener la relación abierta con Artur Mas y sus sucesores) y su suerte declinó. Fue entonces cuando se alió con un empresario valenciano que por donde pasa siembra huellas de controversia: Eugenio Calabuig, el hombre de las aguas valencianas y del extinto Banco de Valencia. Un empresario con asuntos turbios en su currículum. Le pidió a Madí que fuese su hombre en el mercado catalán. El antiguo convergente se convirtió en el presidente de Aigües de Catalunya, una sociedad de los Calabuig que antes habían compartido con los Miarnau de Comsa, pero que los constructores catalanes abandonaron en el momento oportuno.

Los pinchazos telefónicos de la Guardia Civil a Madí revelan que siempre ha querido estar en todas las pomadas. Se proponía abanderar una estrambótica operación de adquisición de Agbar a través de Javier de Jaime (CVC) y de su familiar Carles Colomer Casellas (exTelefónica y Grupo Colomer). Involucraba, con un desconocimiento impropio de alguien que siempre tuvo olfato, a las más altas instancias de La Caixa y hasta a Juan María Nin, el hombre que salió tarifando de la institución cuando se creyó el más listo y hábil de las torres negras de la Diagonal. Una vez hubiera conseguido esa imposible cuadratura del círculo se convertiría, por arte de birlibirloque, en el rey catalán del negocio de las aguas.

Por su despacho barcelonés del paseo de Gràcia han pasado, políticos, empresarios y periodistas, incluido quien esto firma. Sus dotes seductoras siempre eran idénticas: un personaje de exquisita educación, de alta formación y al que le obsesionaban dos cuestiones, el país (su Cataluña utópica) y el business. Sin más.

Diferente resulta el caso de Xavier Vendrell, un recaudador republicano que acabó repudiado por su partido, pero que antes fue uno de los fieles escuderos de Joan Puigcercós. De hecho, diez años después, Puigcercós ha fichado por Madí para sus Aigües de Catalunya con la misión específica de que los ayuntamientos en manos de ERC lleven sus concesiones de distribución del agua potable a la empresa patriótica. Vendrell también fue director de las empresas de Agustí Benedito, un eterno aspirante a algún papel en la cúpula del Barça. Pero acabaron mal y entró en otros negocios más próximos a la administración.

No estuvieron solos. Oriol Soler, editor de profesión y conspirador por afición, era la tercera pata sólida de ese movimiento. Consiguió que el diario Ara, del que fue socio fundador, recibiera un millón de euros de subvención de la Generalitat antes de salir a la calle. Era una de sus grandes operaciones, pero tampoco le resultó y fue uno de los accionistas que salió por la puerta falsa mientras los fabricantes de caldos Carulla, primero, y los publicistas Rodés, más tarde, se dejaban centenares de miles de euros en tapar las pérdidas de un proyecto que jamás brilló por su solvencia empresarial. Partidario de la altanería barriobajera, parece un seguidor de los métodos propios de Vito Corleone para relacionarse con sus adversarios políticos. De Ripollet, como le gusta recordar, viajó a Londres para verse con Julian Assange en la embajada de Ecuador. ¿Qué hacía el hombre de las cooperativas de revistas alternando con un activista internacional como Assange? Su justificación alrededor de un proyecto de atlas electrónico mundial tiene tan poca credibilidad que parece cómica. Trataba de ganar aliados en la internacionalización del procés y en la desestabilización del Estado español, al que le han colgado durante este tiempo todo tipo de sambenitos (represor, totalitario, franquista...).

Hay más, pero Madí, Vendrell y Soler han sido los capitanes de ese equipo de pospujolismo 2.0 (es fácil encontrarlos subiendo a la derecha) que ha pasado por los calabozos en las últimas horas.

Están todos libres, con cargos. La situación de imputados durará mientras el parsimonioso magistrado Aguirre reúne las pruebas factuales de su supuesta implicación en los hechos que narra en sus autos. Ellos quedarán fuera de circulación por mera prevención higiénica de sus aliados políticos (y, por supuesto, de sus antiguos o posibles clientes). Quizá esa resulte, a la postre, la principal condena. Otra cosa distinta es quién les sucederá en ese tsunami de putrefacción política y empresarial que diseñaron durante la última década y del que se han aprovechado ellos mientras llevaban a sus corderos a protestar al aeropuerto de El Prat, a quemar contenedores al centro de Barcelona o a improvisar barricadas de fuego en las autopistas.