Si han tenido la experiencia de ausentarse durante un tiempo de su lugar habitual de residencia o trabajo, habrán advertido que al regresar algunas cosas se ven diferentes. O, dicho de otro modo, que mientras se está fuera del mismo, uno mantiene el relato de su último recuerdo, en ocasiones diferente de lo que acontece en realidad.

Ni las nuevas tecnologías ni el contacto con los suyos parecen haber logrado que Carles Puigdemont, el político que lideró la lista independentista de Junts per Catalunya, entienda ya qué sucede en su tierra. Bruselas es la capital de la Unión Europea, pero sobre todo es ahora el refugio de un prófugo de la justicia española que pretende transformar su cobarde actuación en una especie de martirologio similar a los que se produjeron en tiempos de dictaduras, represiones y ausencia de libertades.

Las críticas que realiza a la justicia española empiezan a ser, por sí mismas, un material que los jueces deberían examinar. No tanto porque se enfrente ideológicamente contra las decisiones de ese poder del Estado, lógico para quienes creemos en la libertad de expresión, sino por cómo intenta manipular y presionar a la judicatura con su discurso. Cree el ladrón que todos son de su condición, y en consecuencia a Puigdemont le patinan algunos engranajes. Piensa que, porque en su día acompañara a Artur Mas y a otros condenados por el 9N a la puerta de los tribunales, sus integrantes iban a ser menos independientes. Debe conservar la creencia de que cuando se acampa frente al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña los miembros de ese tribunal de instancia autonómica se aflojarán en su cometido de aplicar la ley. Desde ahí, y sólo por esa razón, puede entenderse que siga criticando al juez que ha dictaminado que Jordi Sànchez no podrá participar en el debate de investidura.

Toda la puesta en escena del supuesto exilio de Puigdemont y el cuento de su legitimidad solo procura evitarle la prisión y el paso al ostracismo

Pocos son hoy los catalanes que, de verdad, con el corazón en la mano, mantengan vivo el relato de que habrá un Estado propio y de que Cataluña fue una república durante unos segundos. La quimera tocó fondo y en marzo de 2018 es una auténtica barbaridad insistir en un proceso que ha implosionado, llevándose por delante los consensos y las zonas de confort de la política. La comunidad catalana sigue, y seguirá durante largo tiempo, lamiéndose las heridas provocadas por quienes han pergeñado esta estrategia devastadora para el conjunto de la ciudadanía.

Lo que no quieren Puigdemont y los suyos es que regrese la normalidad, se forme un gobierno, se tomen decisiones administrativas (y en consecuencia autonómicas) porque el riesgo de que su aventura pase al olvido y se convierta en una anécdota les condena en un doble sentido: la justicia lógica y la opinión pública olvidadiza. Toda la puesta en escena del supuesto exilio no es más que eso: el cuento de su legitimidad procura evitarle la prisión y el paso al ostracismo.

El procés fue un engaño. La fuga de España, una cobardía. La candidatura electoral actuó como un escudo protector y el buen resultado (que no la victoria, que fue para Ciudadanos) una prueba fehaciente del sentimentalismo instalado en el país gracias a sus métodos de marketing y de clientelismo político practicados desde el Govern de la Generalitat durante décadas. Con todo lo que vamos sabiendo a medida que avanzan los días, la farsa es imposible de mantener por más tiempo. Que Cataluña siga sin un gobierno es una muestra inequívoca de que no les importa tanto la aplicación longeva del 155 que dicen combatir y que, de nuevo, haciendo buenos los tópicos, a determinados políticos sólo les interesa su situación personal. Por más que se intente justificar las palabras y los hechos de Carles Puigdemont, su destino está escrito: la insignificancia, salvo para cuatro hiperventilados de su entorno y los vividores y estómagos agradecidos de siempre.