La violencia crea más problemas sociales que los que resuelve. Así lo dejó dicho Martin Luther King. Y lo había escrito también el mismísimo Leon Tolstoi cuando sostenía que toda reforma impuesta con violencia no corrige el mal, porque “el buen juicio no necesita violencia”. El sábado se vivió en Barcelona un buen espectáculo de violencia en la calle que, más allá de la timorata y aislada condena del presidente de la Generalitat, se atribuía a que un grupo de simpatizantes con las fuerzas de seguridad habían tenido, y ahí empezaba la coartada, la desfachatez provocativa de expresar libremente su apoyo a la Policía Nacional y Guardia Civil que intervino en el operativo del referéndum ilegal de hace justo un año.
El independentismo teñido en su relato público de profundo pacifismo y civismo enseñó el verdadero rostro subyacente que muchos de sus partidarios amagan en el marketing político del movimiento. Me refiero al odio incubado durante décadas a todo lo español, una hispanofobia que desde la escuela a los medios de comunicación públicos y mantenidos se ha colado ya en el imaginario de muchos partidarios de una Cataluña separada de España, y también al odio existente a “los otros catalanes”, aquellos que son aún mayoría social y no comulgan con la visión unívoca y sectaria que desde el nacionalismo se difunde de una Cataluña idílica. Ahora sí, ya lo han conseguido: la Cataluña catalana vive divorciada de la Cataluña real.
Bajo la falsa bandera de la lucha contra el fascismo, sigue anidada una profunda, peligrosa y preocupante línea sentimental que hará difícil coser las costuras de una comunidad quebrada por los hechos sucedidos hace hoy un año, en la que además de vulneraciones legales, golpes al Estado, imposición de ideas y modelos políticos a las minorías parlamentarias se difundió un odio enorme entre la ciudadanía. Un odio que costará olvidar, al menos durante una generación.
El radicalismo independentista de la CUP, los mayores contribuyentes a ese rencor, se acaba de cargar de un plumazo el supuesto señorío de un movimiento que se presentaba tan revolucionario como avanzado en los tiempos. Ellos y su entorno, entre los que debemos señalar con claridad meridiana a los violentos de Arran --que no cejan de atentar de manera impune contra todo aquello que les place (hace ya más de medio año del atentado contra Crónica Global y seguimos sin noticia de la justicia del estado de sus investigaciones)-- han finiquitado el argumentario aquel de que el pueblo catalán se moviliza masivamente sin destrozar ni una sola papelera. Ya es conocido cómo actúan. En los últimos meses han intentado amedrentar a un medio, generar malestar entre la industria turística receptora y todo tipo de actuaciones terroristas de baja intensidad que diseñan sus imberbes dirigentes desde su burguesa casa familiar con jardín y piscina.
El discurso de pacifismo romántico y casi hippie practicado durante meses se ha hecho añicos y la supuesta valentía para responsabilizarse de sus actos quedó en entredicho cuando su dirigente Anna Gabriel huyó despavorida a Suiza para evitar la acción de la justicia. Un auténtico lienzo impresionista el que están pintando esos irresponsables radicales que sus propios aliados en el secesionismo ya no saben cómo justificar. Hasta la agitadora profesional Pilar Rahola les riñe por traviesos como una matriarca a su camada.
Mucho cromatismo, trazo grueso y escasa precisión define a los radicales separatistas. Primero se cargaron a Artur Mas, luego forzaron un referéndum ilegal y ahora siguen teniendo la llave de la gobernabilidad autonómica de Quim Torra con un respaldo social mínimo. Porque no olvidemos que les apoya más o menos el mismo número de ciudadanos que votó al PP en las últimas elecciones y sin embargo a los conservadores les repiten de manera insistente y marginadora que no son nadie en el panorama político catalán.
Que los Mossos hayan sido los encargados de controlar la seguridad ante los radicales que el sábado querían saltarse la ley y el orden a la torera parece haber despertado a algunos catalanes del sueño en el que se sumieron cuando dejaban flores sobre los vehículos policiales y creyeron --animados por los dirigentes políticos del cuerpo-- que los policías catalanes eran una especie de contingente de educadores sociales al servicio de una bandera. Olvidaron que son agentes de la ley. El sábado muchos catalanes recordaron de nuevo a los Mossos que actuaron alrededor del desalojo de los concentrados del 15M en la plaza de Cataluña, en el intento de impedir el acceso de los diputados al Parlamento o en otras muchas manifestaciones de carácter violento.
Con la cantinela de la papelera intacta desactivada, el independentismo celebra con agridulce sabor el aniversario de su referéndum ilegal. Un año después del culmen secesionista sólo pueden admitir que mintieron a los suyos, que la chapuza vive en su currículum profesional, que entre ellos hubo diferentes niveles de compromiso (la cárcel y la huida son la prueba), que las urnas sólo perseguían forzar a negociar al Estado y humillarlo, en unos casos, y desestabilizarlo en otro. Que como empiezan a denunciar algunos de sus conspicuos colaboradores, el independentismo también es una industria catalana con una dimensión de negocio de la que se alimentan muchos y que, de momento, no tiene previsto trasladar su sede social a Madrid.