Las ideas vienen y van. Se considera que algo ya ha quedado desterrado, pero se recupera poco tiempo después. En un momento de gran confusión, por parte del independentismo en Cataluña, pero también por parte de aquellas fuerzas políticas que se consideran constitucionalistas --pero que son incapaces de vislumbrar algún proyecto a medio plazo--, surge la apuesta por el reparto del poder del Estado entre las diferentes comunidades autónomas. Una de las más recurrentes es que el Senado podría trasladarse a Barcelona. Lo defendió Pasqual Maragall, cuando comenzaba a presentar su candidatura a la Generalitat, y su primera idea de reformar el Estatut. Era a finales de los años 90. Sería presidente de la Generalitat tras las elecciones de finales de 2003, gracias a un acuerdo con Esquerra Republicana e Iniciativa-Verds. El nacionalismo, sin embargo, nunca abrazó la propuesta. Se consideraba mejor para Cataluña la acumulación de pequeñas mejoras en el autogobierno para que, en un determinado instante, la autonomía pudiera considerarse como un pequeño Estado.
Pero, ¿y el conjunto de los ciudadanos? ¿Qué ganaban? Cataluña aparece ahora en una muy mala posición en distintas clasificaciones relacionadas con los pilares de un Estado de bienestar de calidad: sanidad, educación y servicios sociales, con menor inversión por habitante que otras comunidades. La Renta Garantizada de Ciudadanía no funciona. Y el argumento no puede ser --aunque hay un problema en la financiación autonómica que se debe resolver-- la falta de un sistema fiscal propio.
La cuestión es que nunca se ha querido, desde la democracia, defender un proyecto político en el que el Estado tenga un mayor papel. Y eso se ha producido por el interés de las dos partes: el gobierno autonómico quería ser el gobierno de un Estado en ciernes, y el Gobierno del Estado creía que ya lo tenía todo hecho, con un virrey como fue, en su momento, Jordi Pujol. Pero las cosas podían haber sido diferentes. Y lo pueden ser si se prefiere en los próximos años iniciar una colaboración leal entre el Estado y el gobierno autonómico. Un Estado que debería ultimar el proyecto iniciado en la Transición y ser, efectivamente, un Estado federal.
En su último artículo, Jordi Pujol reclama lo que siempre ha defendido: un mayor reconocimiento de la identidad propia, un poder político real y una financiación suficiente. Señala que esas apuestas por trasladar el Senado a Barcelona no conducen a ninguna parte. Pero la cuestión debe ser otra: el Estado sí debería estar presente en las distintas comunidades: de forma efectiva. ¿El Senado? Seguramente no pero, ¿y una agencia estatal centrada en la innovación en Barcelona? ¿Y agencias que agilicen inversiones y pongan en contacto a profesionales, administraciones y ciudadanos? Eso sería el Estado (federal) en Cataluña, colaborando, estrechamente, con los representantes del necesario autogobierno catalán.
Todo eso ahora queda lejos. Acaba de celebrarse la Diada. El independentismo quiere consensuar alguna respuesta ante la sentencia del Tribunal Supremo. Y el Gobierno del Estado, como tal, sigue en funciones, con otras elecciones generales a la vista, y con la sensación de que nadie quiere ponerse al frente para pensar y actuar a medio y largo plazo. Pero el reto seguirá presente. El problema político en Cataluña existe. No se esfumará con la sentencia. Ni esperando que los partidarios de la independencia se aburran y acepten que no se moverá nada en el seno de ese Estado.
El nacionalismo, sin embargo, debe entender que la frase “Cataluña es una nación sin Estado” es una falacia y una memez. Claro que tiene Estado. Y debería defender ese Estado para llevarlo, en la medida que pueda, a sus aguas. ¿Un ejemplo? Josep Maria Bricall, quien fue la mano derecha del presidente Josep Tarradellas, en el gobierno unitario de la Generalitat en la Transición, explica en sus memorias Una certa distància que Jordi Pujol rechazó una fórmula para que Barcelona fuera Estado, para que se sintiera Estado. Recordaba que en 1986, el ministro de Cultura, Javier Solana, pensó en otorgar al Liceu el mismo papel que cumple la Scala de Milán. Es decir, la referencia del mundo de la ópera en España. Eso hubiera significado una participación importante del ministerio en el consorcio que se acababa de constituir para gestionar la institución. Pujol, sin embargo, rechazó el ofrecimiento. ¿El motivo? Podía perder la “catalanidad”. Bricall remacha la cuestión: “Cualquier aficionado a la música ha visto dónde ha llegado el Teatro Real de Madrid y cómo ha declinado el Liceo, a pesar de haber conservado su catalanidad”.
De la misma forma, se debe destacar que la colaboración sí funcionó cuando el propio Solana y Andreu Mas-Colell acordaron nuevos criterios para la modernización del ámbito universitario, que dio pie a la puesta en marcha de dos universidades públicas de gran calidad: la Universidad Carlos III y la Universitat Pompeu Fabra.
Entonces, ¿se ha querido o no abrazar el Estado? Y no únicamente pensando en la cuestión político-administrativa. Creer en el Estado es creer en el ámbito público, en el servicio público, en lo que ahora el independentismo llama “fer república”. Si ya se tiene, si además ese Estado en gran medida lo ha construido el catalanismo --otra cosa es que en Madrid se concentrara un personal administrativo y funcionarial que ha llegado a ser un poder en sí mismo--, ¿por qué no se recupera una apuesta directa, clara, para aprovecharlo? ¿Y por qué desde la otra parte no se abre los ojos para entender que ese ha sido el gran problema, la falta de colaboración, de presencia y de insistencia del Estado en Cataluña?
Tal vez el problema es el propio personal político. Ni hay muchos Solanas en Madrid, ni apenas un Bricall en Barcelona o un Mas-Colell. Pese a todo, oigan, Javier Solana ha sido elegido presidente del Real Patronato del Museo del Prado. Que sirva como posible acicate para lo que venga a partir de ahora.