Sábado de congreso republicano. Los de ERC estaban ansiosos por reivindicarse como la columna vertebral del nacionalismo catalán del siglo XXI. Van ocupando con paciencia el espacio electoral de moderación y centralidad que en su día ejercía la CiU de Jordi Pujol. No les resulta fácil, los herederos del pujolismo resisten con todas sus fuerzas para conservar la parte de poder político que aún ejercen en muchos ayuntamientos catalanes, consejos comarcales, diputaciones y, por supuesto, la propia Generalitat.

Para un observador externo es complejo definir cuáles son las diferencias reales entre ERC y Junts per Catalunya sin apelar a su historia. Con el riesgo de simplificar podría decirse que los republicanos tienen posiciones algo más progresistas en el orden social y económico que sus compañeros de viaje independentista. Los Quim Torra, Carles Puigdemont, Laura Borràs... son políticos de derechas en lo básico, aunque hayan travestido su discurso de radicalidad e intenten confundirse en el paisaje de la progresía para evitar el ascenso de ERC y justificar la nula capacidad que acumulan como gobernantes y gestores de las administraciones públicas por las que pasan.

Entre las dos grandes formaciones independentistas de Cataluña existe hoy una línea divisoria tan fina y postiza que genera una profunda confusión en su propio corpus electoral. Tiene, además, otras consecuencias: la primera de todas ellas es la escenificación permanente a la que asistimos por comprobar quién de ellos gana en pureza secesionista, crítica al núcleo madrileño del Estado u otras batallas menores que libran de manera cotidiana.

El mensaje que Oriol Junqueras lanzó desde su retiro carcelario en el citado congreso de este fin de semana ha hecho saltar las alarmas. Dijo que la independencia de Cataluña resulta ya un proceso “irreversible” y añadió ese marketiniano “lo volveremos a hacer”. Aunque haya cientos de españoles que se echan las manos a la cabeza pensando que ese mismo Junqueras es quien facilitará la investidura de un gobierno español y ven a Pedro Sánchez a su merced, lo cierto es que en esas palabras hay más ruido que nueces.

Es justo esa batalla, la de la sonoridad nacionalista, la que libran desde hace ya unos meses los dirigentes de ERC y JxCat por ser predominantes en su espacio político. Una pugna que despierta salidas de tono estrambóticas, como las del propio mártir Junqueras. Si alguien tiene claro que la independencia sólo es posible como eterno objetivo político es quien hoy acumula tiempo carcelario suficiente para meditar sobre los errores de una generación de líderes que decidieron saltarse todos los resortes de un Estado con siglos de construcción y de una organización supraestatal, como la Unión Europea, que anda con otras preocupaciones diferentes, menos románticas.

Junqueras sabe que la independencia sólo está en su dietario personal como un elemento épico que intentará legar a sus descendientes. El mandatario republicano es plenamente consciente de que su órdago encarece al PSOE la investidura. Es más, sabe que sus palabras --por más radicales que suenen en una primera lectura-- son, sobre todo, un bálsamo pacificador para tantos extremistas que prefieren vivir con la ilusión independentista en su frontispicio que revolcarse en la frustración de los hechos tozudos.

Basta con escuchar a cualquier dirigente de ERC sin cámaras ni micrófonos. Su estrategia es diáfana: sacar a los antiguos convergentes de las instituciones para aplicar su pujolismo 2.0. Lo dicen sin complejos ni estridencias, quieren gobernar y bombear balones al área contraria por si, de vez en cuando, logran un remate que se convierta en un gol que cierre un resultado honroso en un partido que saben perdido. Dirán que la independencia catalana es irreversible, pero no lo creen. De hecho, ellos son hoy los más reversibles del panorama político catalán. Junqueras, el primero.