Es necesario tener una edad para recordar algunas de las dificultades previas que tuvo el proyecto de las Olimpiadas de Barcelona en 1992 antes de que todo fuera ensamblado y se consiguiera una organización propia de un reloj suizo. Esa condición también es conveniente para saber el impacto que aquel acontecimiento deportivo tuvo para España, pero especialmente para Barcelona, la ciudad organizadora, en términos de marca internacional. La ciudad se conoció y su turismo se multiplicó a partir del evento de 1992.

Jordi Pujol y Pasqual Maragall se vieron en la obligación de tragarse algún sapo y alguna que otra culebra para que, al final, la candidatura barcelonesa fuera exitosa ante sus competidores mundiales. El resto, que fue la gran mayoría, lo consiguió un desaparecido e injustamente denostado Juan Antonio Samaranch, que le dio a la capital catalana mucho más de lo que sus detractores sostienen que le sustrajo por cuestiones ideológicas.

Eran otros tiempos, los liderazgos eran distintos y la talla política y moral de los dirigentes de la época se creció ante la oportunidad que tenían ante sus ojos. Para Barcelona era un horizonte al que dirigirse, luego ya vino el Fòrum de les Cultures y, bastante más tarde, con esos fastos agostados, llegó Colau, la alcaldesa buñuelo antítesis de la ilusión olímpica. Hoy, con un proyecto de menor envergadura, pero igual de interesante (los Juegos de invierno de 2030), Cataluña y Aragón están protagonizando un ridículo enfrentamiento que muestra con diáfana claridad la pequeñez estratégica de los rectores de las administraciones públicas.

Cataluña y Aragón no solo comparten el Ebro. Ambas comunidades, vecinas y con una historia común, comparten flujos migratorios a lo largo de los tiempos, una parte de sus singularidades lingüísticas y hasta la frontera con Francia, la histórica puerta de acceso a Europa. Pero a pesar de esa proximidad y lazos comunes hoy son incapaces de pactar un mínimo acuerdo que haga posible la presentación conjunta de una candidatura española, promovida por el COE, a la organización de ese evento olímpico dentro de ocho años.

Este fin de semana, el presidente aragonés, Javier Lambán, ha explotado. Ha sido después de algún desplante catalán a reuniones convocadas y a pronunciamientos exclusivistas que situaban a Cataluña como líder único en el proyecto aún por construir. Desde Zaragoza, el dirigente autonómico socialista ha acusado a Pere Aragonés y su gobierno de dinamitar el proyecto. “Aragón --ha dicho de forma textual-- ha agotado su paciencia con los independentistas”. Mala noticia que el nivel de enconamiento haya alcanzado no los Pirineos, sino la cima de la estulticia.

El detonante del último enfado ha sido que la Generalitat designara de manera unilateral a quien considera debe ser la coordinadora de la candidatura conjunta. Se trata de Mònica Bosch, antigua esquiadora olímpica y presidenta de la Federación Catalana de Deportes de Invierno. No parece que los aragoneses se nieguen a compartir el nombre, pero quizá lo que más les pesa es que se adopten decisiones de las que no son partícipes.

Tanto Cataluña como Aragón comenzaron discrepando por la propia denominación de la candidatura, que en un inicio era Juegos de Invierno Barcelona-Zaragoza-Pirineos. Parece que ese escollo podría salvarse, y que el jefe de la oposición catalana, el socialista Salvador Illa, habría realizado gestiones para engrasar tal diferencia. Sin embargo, la distancia entre uno y otro gobierno empieza a adquirir unas proporciones que hacen temer un naufragio de la candidatura española conjunta y, sobre todo, presagian la pérdida de una oportunidad económica que incentivaría los Pirineos. Ayudaría, en especial, a esa porción de ambas regiones aquejada por el vaciamiento poblacional a favor de Madrid, Zaragoza y de Barcelona.

Si el Comité Olímpico Español es incapaz en breve de tejer consensos entre ambos territorios, la iniciativa está dañada. Y, una vez más, los dirigentes políticos actuales habrán construido una demostración palmaria de su minúscula visión estratégica. Qué lástima que dos presidentes autonómicos y sus áulicos asesores no hayan entendido que los Juegos solo comienzan cuando se enciende la llama olímpica. Que lo que sucede antes no va de divertimento o competición, sino de trabajo serio, cultura del consenso y negociación pactista. Cualquier otra filosofía equivale a confundir el culo con las témporas. Evidenciar la nulidad intelectual de quienes así obran.