Estamos en el ecuador del año 2020, a las puertas del primer cuarto de siglo, y parece que hemos inventado el mundo. Todo es nuevo. Las nuevas tecnologías, la nueva política, la nueva normalidad… y la nueva censura. Sí, aquella que no viene dictaminada por el poder político (o no de forma general o descarada), sino por los mismos ciudadanos.

Ello nos lleva a medir en exceso cada palabra para que nadie se ofenda, a autocensurarnos en cada vez más ocasiones, que las sensibilidades están a flor de piel; se pierde frescura, naturalidad, espontaneidad, aunque cualquier día tampoco podemos ya pensar con libertad. Solo hay que ver uno de los proyectos de Elon Musk, que consiste en implantar chips en el cerebro

Como casi siempre, una idea es buena hasta que mueve intereses. ¿Son malas las apps para controlar la expansión del coronavirus? No, si ese es su único cometido. ¿Son malas las redes sociales? No, si se usan con responsabilidad. Sin embargo, es habitual, por desgracia, que ciertos colectivos empleen estas y otras plataformas para señalar al contrario, para amedrentarlo. A veces de forma directa; otras, más discreta y por otros canales. En resumen, para que calle y se autocensure. Este proceder siempre ha existido, pero las herramientas actuales lo amplifican.

¿Es buena la libertad de expresión? ¡Y necesaria! Hasta que llegan los activistas de cualquier colectivo y condición y se quieren apropiar de ella. Acostumbran a ir en grupo (claro distintivo de gallardía) y, en ocasiones, desde el anonimato, aunque estos dos puntos varían en función del poder y de la influencia de quienes señalan al prójimo. A fin de cuentas, tratan de imponer su pensamiento y su lenguaje amparados por una libertad de expresión que pretenden solo para ellos. Y, esto, muy novedoso no es a estas alturas de la historia.

Se trata de retorcer cada palabra, cada expresión del contrario, para darle el significado que ellos quieren y tratar de dejarlo en evidencia, en franca minoría, lo que en muchos casos se traduce en la reculada o el silencio del señalado. Es curioso, porque cuando expresiones que sí son denunciables las realizan personas de su rango ideológico pasan de puntillas sobre ellas.

¿Que hay que cambiar ciertas cuestiones? Sin duda. ¿Que hay expresiones comunes que pueden chirriar en los tiempos que corren? Vale. ¿Que la llamada libertad de expresión ha cercenado el humor y quiere hacer lo propio con el refranero (y veremos por dónde siguen estos recortes)? También. Hay que quejarse de lo que no está bien y buscar la manera de mejorar las cosas, pero desde el juego limpio. Las palabras sacadas de contexto (adrede) o mal interpretadas (adrede) suenan todas mal. Es la manipulación en su máxima expresión. Hay que mantenerse firme ante los ataques injustificados.

No es menos cierto que, como en tantas ocasiones, quienes deberían morderse la lengua antes de soltar alguna genialidad tienen verborrea. Solo hay que ver a ciertos sectores del independentismo que, aprovechando el asesinato de George Floyd a manos de un policía, deslizan que los catalanes sufren en España una persecución parecida a la que padecen los negros en Estados Unidos. No pueden decir que es idéntica, porque cantaría demasiado. Y no te atrevas a llevarles la contraria. Calumnia, que algo queda.

Asimismo, con sus discursos, dejan caer que los negros no pueden ser catalanes, aunque como lo dicen desde su libertad de expresión está bien visto. Será que cuando piensan en negros catalanes lo primero que les viene a la mente es Ignacio Garriga, de Vox, y les entran picores. Algunos deberían reflejarse en Keita Baldé, futbolista de Arbúcies, hijo de senegaleses, que ya ha hecho en esta pandemia mucho más por la población que estos portadores de la verdad única. Seguro que el mundo iría mejor y saldríamos reforzados de esta crisis.