Quemar fotos del Rey a plena luz del día es poco épico. Tampoco resulta demasiado evocador ver un desfile de antorchas apagadas. Pero el independentismo no había mandado sus naves a luchar contra los elementos en esta Diada pasada por agua llamada a dar “mucho miedo”, por aquello de la inminente sentencia sobre el referéndum del 1-O. Eso sí, quemó sus últimos cartuchos tanto en el sentido literal como figurado, pues el Fossar de les Moreres fue escenario de lanzamiento de bengalas y escaramuzas entre independentistas y radicales, mientras que las calles de Barcelona pusieron a prueba lo que queda de un activismo secesionista, a juzgar por las cifras menguante.

El independentismo, roto tras constatar que el procés fue una farsa, ha perdido su capacidad movilizadora. Y aunque el sueño de la república catalana haya creado monstruos, lo cierto es que el 11 de septiembre solo logra enfervorizar a TV3 –que aprovechó la manifestación para retransmitir por primera en 5G-- y a cada vez menos catalanes que, de buena fe, creen que la autodeterminación es una causa justa. Tienen derecho a defenderlo. Y también a dar un nuevo margen de confianza a quienes siguen prometiendo que ejercerán ese derecho a decidir, aunque sin aclarar cómo. Ni Quim Torra, en su discurso institucional, ni Carles Puigdemont, en sus arengas desde Waterloo explican cuál va a ser esa nueva hoja de ruta hacia el Estado propio. A lo mejor es que no quieren dar ideas al enemigo. Si, ya, claro…

Lo de crear monstruos iba por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) y sus acólitos. Fue la aspirante a presidir esta entidad, Liz Castro, la que hace semanas hizo un llamamiento a dar “mucho miedo” en esta Diada. Le ha salido una alumna aventajada, Elisenda Paluzie, quien aprovechó la celebración de la festividad catalana para promocionar su boicot empresarial, esto es, su lista de buenas y malas empresas en función de su entrega a la causa.

Eso sí que da miedo. La presidenta de la ANC, cuyo endurecido discurso responde al descenso de socios de esta entidad financieramente opaca, ignora que, al igual que en cuestiones de seguridad, al ciudadano le interesa la calidad del servicio, no el color del uniforme o la ideología del empresario que tiene enfrente.

Lo que me parece tremebundo es la tendencia a olvidar y, sobre todo, a perdonar de algunos sectores sociales. Me inquieta que la burguesía catalana blanquee la imagen de Jordi Pujol, un defraudador confeso. O que Artur Mas, el instigador del independentismo unilateral, se postule como la gran solución al embrollo catalán. El expresidente, que ahora quiere liderar un catalanismo de nuevo cuño, puso tres condiciones al procés que nunca se cumplieron: seguridad jurídica, mayoría social y apoyo internacional. Pese a ello, Mas mantuvo el pulso contra el Estado.

“Es imprescindible revisar aquello que no se hizo bien, asumir la propia responsabilidad y aplicar el rigor en el balance de los acontecimientos, para evitar que la historia se repita –esta vez como farsa, en vez de como tragedia–“, decía recientemente Anna Gabriel. No solo los presos hacen acto de contrición, también los “fugados” voluntarios como la cupaire o la republicana Marta Rovira. Ambas pertenecen a partidos de izquierdas coaligados con una derecha catalana responsable de casos de corrupción y de recortes todavía no revertidos. Olvidar y perdonar eso, insisto, sí que da miedo. Por lo que implica de traición y relativismo ideológico.

Y me intimida asimismo que Puigdemont hable de la “herencia genética” de 1714, pero también que se eleve a categoría la anécdota de Quim Torra y su homenaje al “españolazo” Rafael Casanova mientras suena el himno nacional.