La capacidad de los distintos actores políticos en España para frustrar posibles acuerdos, o procesos de aproximación, es enorme. Prima la necesidad de defender el proyecto propio, el programa de máximos, sin atender a un interés general a medio y largo plazo. Sólo cuando las cosas se pongan muy feas –y es cierto que, incluso en ese caso, debemos dudar—se llegará a la conclusión de que los llamados pactos de Estado son la única salida. Pero no estamos en ese momento. El Gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez ha arriesgado hasta tal punto que ha nombrado a Dolores Delgado como Fiscal del Estado, una decisión que sólo tiene un precedente en la figura de Javier Moscoso, que fue ministro de la Presidencia con Felipe González. Pasó del Gobierno, en 1986, a la Fiscalía, pero no estaba al frente del Justicia, como sí es el caso de Delgado.

Ese nombramiento no esconde, aunque ahora la bronca sea la tónica y el mejor argumento de los partidos de la oposición para atizar al Ejecutivo de Sánchez, que en algún momento, y mejor en los próximos meses, las principales fuerzas políticas, el PP y el PSOE, deberían colaborar para desbloquear los órganos de gobierno de la administración de Justicia. Porque en lo único en lo que se debe exigir, por lo menos, un acuerdo sólido es en el respeto de las instituciones. Si se deterioran, ¿qué democracia quedará en España?

En ese contexto llega el posicionamiento de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con su propuesta, nítida, sin fisuras, de competir con Barcelona en lo que sea, y con el ánimo de conseguir la joya de la corona de la capital catalana, el Mobile World Congress. La petición, al margen de si sirve o no para la proyección política de Díaz Ayuso, evidencia uno de los problemas centrales de toda la organización política del Reino de España: Madrid quiere exhibir que irradia el poder político y económico de todo el Estado, con la convicción de que España contará en el mundo si tiene una gran urbe entre las cinco o diez más potentes del mundo, puente, además, con Latinoamérica.

El independentismo catalán ha cometido errores de extrema gravedad en los últimos años, y prueba de ello es que sus máximos dirigentes han sido juzgados y cumplen penas de prisión. Pero en el centro del debate ha acabado sepultada una cuestión crucial: la discusión por el poder económico. Eso es lo que movió a las elites económicas catalanas en dos direcciones: o a abrazar el proceso independentista, o, por lo menos, a no rechazarlo de forma clara y contundente, con la posibilidad de ganar posiciones si se mantenían a rebufo.

Y en esa carrera, que ha ido ganando Madrid, la paradoja es que ha superado a Cataluña, al lograr el 19,2% del PIB del conjunto de España, frente al 19% de Cataluña, lo que quiere decir, en la práctica, que existe un claro empate –ya se verá en los próximos años, en función de la evolución de los distintos sectores productivos--. Es, en realidad, un complejo de Madrid, que mira a Cataluña y que intenta quedarse con sus mejores bazas: Madrid dispone del liderazgo en el sector servicios, y en el potente mundo de las finanzas, pero quiere ser, también, el territorio tecnológico de todo el Estado, y resulta que no se ha distanciado de Cataluña, a pesar de disponer de ventajas –también tiene algunos perjuicios—como capital del Estado. No se ha ido. Sigue ahí, empatada con Cataluña, cuando se suponía que se iba a comer el mundo. 

Eso en Cataluña tampoco se reconoce. Al revés. Se mira hacia Madrid, para ver en qué se gana, en qué se está por delante. Y ese es el error del conjunto de la política española y del mundo económico español. Disponer de dos centros, de dos polos, como Madrid y Barcelona, es una bendición para un país. El Reino Unido, tan admirado por el liberalismo español, está roto entre varios territorios. Y no se trata de Escocia, o de Irlanda del Norte. No, se trata de que sólo Londres representa el 35% del PIB, con un norte que es, en la práctica, otro país, con infraestructuras deterioradas, sin futuro para sus habitantes. Hay otros ejemplos, con París como gran motor de Francia, que ostenta el 33% del conjunto del PIB.

¿Es eso lo que quieren los políticos del PP para España, que Madrid lo concentre todo? ¿No será eso el mejor acicate para un independentismo que se encuentra ahora en pleno aterrizaje a la dura realidad? Tal vez, ese es el complejo de Madrid. No podrá ser ni Londres ni París. Y seguramente es lo mejor que le puede pasar a España, para que no se empobrezca el resto del país, para que no sea el Reino Unido, en su parte norte.

Madrid y Barcelona deben colaborar, dejando espacios para uno y otro territorio, con un análisis sobre en qué facetas son mejores, y aunar esfuerzos, sin pisarse. No queda otra. No hay otras alternativas. España, ante el mundo, debe exhibir que cuenta con dos grandes polos económicos, que casi suman un 40% del PIB, y buscar --los dos--, que el resto de territorios también prosperen, que ni las comunidades alrededor de Madrid sean un desierto, ni las Terres de l’Ebre o las comarcas del interior de Lleida queden abandonadas en beneficio de Barcelona.