Los acontecimientos de esta semana previa a las fiestas navideñas tienen, por si solos, suficiente importancia como para que nadie piense que lo sucedido era banal o inocuo para la política española.

Después de meses consecutivos, enlazados y hasta reiterados de gestualidad política en Cataluña, cansados ya de políticos independentistas que viven la gestualidad como único argumento de presentación ante los suyos y con la amenaza latente de las consecuencias de tanta estulticia nacionalista, la celebración este viernes de un Consejo de Ministros en Barcelona constituyó un golpe a la línea de flotación del poder político de la Generalitat como hacía tiempo que nadie asestaba.

No es que Pedro Sánchez haya driblado a Quim Torra y a los suyos con mayestática inteligencia política. Todo es mucho más sencillo. Ni como decía alguna prensa de Madrid la reunión del jueves pasado fue "la rendición de Pedralbes" ni tampoco se produjo una victoria total del constitucionalismo ante la locura independentista. Pero hubo algunas pequeñas victorias que, como sedimento, formarán un nuevo espacio en la política española y catalana.

Veamos: ante unos líderes independentistas que llevan años viviendo en la gestualidad mirando hacia la galería sensiblera y sentimental de sus seguidores llega un Pedro Sánchez que demuestra que la respuesta más efectiva no era la ignorancia de Mariano Rajoy sino la contestación igualmente gestual. A ver quién tiene los arrestos de dinamitar un Consejo de Ministros en Barcelona u oponerse al concepto diálogo por más sonriente revolucionario que se sea. Golpe total en las rodillas políticas de un independentismo que crecía por incomparecencia del Estado.

Las imágenes de las tietes parando a los radicales revolucionarios de la burguesía de la CUP en las manifestaciones convocadas son el primer triunfo de Sánchez y el PSOE. Mientras Pablo Casado y Albert Rivera siguen clamando desde la villa y corte contra el jefe del Ejecutivo a propósito de su reunión con Torra, Sánchez asesta un golpe a quienes llevan años a caballo de políticas que sustentan su argumentario en una mezcla folclórica y gestual de reivindicaciones. A muchos aspavientos, una sola respuesta: diálogo bajo líneas constitucionalistas rojas. Y ante esa formulación el independentismo se agrieta, se divide y se corrompe hora a hora como jamás había sucedido desde que Artur Mas se subió en el tren de la queja. Si lo desean puede resumirse así: muchas alharacas contra un solo gesto, pero todo pantomímico.

ERC quiere ampliar la base social antes de regresar a su petición de Estado propio. Admiten con cierta valentía política haberse equivocado y están dispuestos a purgar con la prisión sus errores. Pero también ansían ocupar el espacio político territorial que la antigua Convergència i Unió dejó huérfano al echarse al monte. Lo llaman pujolisme honesto, como un sello, una forma de reivindicarse por oposición: jamás robarán de la cartera común, jamás harán servir la ambigüedad del peix al cove para proclamarse secesionistas.

Los radicales quisieron parar Cataluña el viernes y fracasaron. Se encontraron con varios elementos en contra que les superaron. En orden de importancia, el primero fue la indiferencia de la ciudadanía que, o bien modificó sus hábitos o simplemente se preparó para evitar el impacto, se largó de vacaciones navideñas antes de que nadie pudiera agriarles las celebraciones. Después, y no resultó menor, sus propias huestes declinaron participar de manera masiva en las convocatorias que tenían por objeto obstaculizar y bloquear la comunidad. Al final fueron cuatro y el cabo, lo que hizo del todo imposible demostrar que una parte importante de Cataluña apuesta por la estrategia de cuanto peor, mejor. Las abuelitas ataviadas con lazos amarillos que frenaron a los radicales encapuchados fueron la mejor imagen de una jornada de protesta que tuvo una mínima significación política.

Los Mossos de Esquadra se reivindicaron como fuerza policial independiente después de meses de haber sido instrumentalizados para las cuitas políticas soberanistas. Intervinieron allí donde resultó necesario, con profesionalidad y raciocinio. A la historia gráfica de estos días pasará la manifestación de un agente ataviado con su casco de antidisturbios que pone en entredicho ante unos incautos manifestantes la existencia propia de la república con argumentos honrados. Por si fuera poco, lo hizo en lengua catalana, lo que acabó de reventar el universo identitario y romántico de los secesionistas irreductibles.

La legislatura catalana estaba muerta de entrada, ni Torra ni su cobarde jefe huido en Bélgica harán más que agitar a los suyos durante el tiempo que sean capaces de sostener la falacia del mandato. Como sostiene Miquel Iceta, el tiempo también es un elemento a jugar en este escenario que ha tenido a Andalucía y después los municipios y la propia Unión Europea en el horizonte cabalístico electoral. Todos esperan el juicio y la retransmisión televisiva de las comparecencias de los políticos presos ante el Supremo para explotar una situación que sólo puede resolverse con política en el sentido decimonónico del término. Sánchez ha enarbolado la bandera del diálogo ante los revolucionarios soberanistas y les ha puesto contra el espejo mucho más que el a por ellos o el ninguneo de Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría.

En el tiempo político que se inaugura, los políticos catalanes habitarán mucho mejor en la transacción que el empresariado catalán simboliza y lidera con Josep Sánchez Llibre desde la patronal Foment del Treball que en las manifestaciones radicales de los hijos burgueses del nacionalismo histórico. La posibilidad de lograr espacios de entendimiento, la conllevancia orteguiana, se pone por delante del fracasado enfrentamiento callejero y pretendidamente obrerista. Primero porque ni son obreros quienes reivindican y segundo porque nadie en el nacionalismo de segunda vuelta es capaz de sostener un estado de cosas en el que los perjuicios se extienden como un virus que afecta a todos y cada uno de los ciudadanos catalanes, sea cual sea su condición o afiliación.

Si encima el aeropuerto barcelonés adopta el nombre del político más respetado de las últimas décadas y triunfa la gestualidad de la España plural ante al frentismo constitucionalista, los líderes del nacionalismo tienen pocas o escasas posibilidades de triunfar en sus infantiles proclamas. El cambio de ciclo se cierne sobre nosotros con una fuerza y una velocidad de vértigo. El Pedro Sánchez más trilero y gestual, el mismo que se emperra en la momia de Francisco Franco ante la incapacidad de gobernar con leyes, nos ha llevado de cabeza a una nueva, y hasta esperanzadora, etapa. Todo un cambio de ciclo que pudiera resultar ventajoso para la España del siglo XXI.