Inicio de curso tras el parón estival. Esta semana sonará el pistoletazo de salida de una temporada con notable protagonismo electoral. En España no hay fecha, pero sí plazo, para unas elecciones generales que amenazan con modificar el mapa partidario del país.

Como aperitivo a finales de mayo, en todo el país se elegirán los ayuntamientos y en varias comunidades autónomas los gobiernos regionales que las dirigirán los próximos cuatro años. En el caso catalán, en campaña permanente desde hace casi dos décadas, el jefe del Ejecutivo catalán, Pere Aragonès, pondrá en marcha su particular tiempo de reivindicación política mientras deshoja la margarita sobre su socio principal en la plaza de Sant Jaume y la posibilidad de mantenerlo, divorciarse o, más simple, enviarlo a la papelera de la historia por su radicalidad y desmembramiento.

Lo que comienza este lunes es el prolegómeno de un tiempo en el que ni la economía ni la geopolítica acompañan la confortabilidad de los ciudadanos, una de las consecuciones del estado del bienestar europeo amenazada por su difícil sostenibilidad y la aversión de las formaciones políticas al pacto y a la transacción.

No hace falta ser un apocalíptico para intuir que, con una inflación de dos dígitos, el otoño y el invierno serán complicados para muchos ciudadanos y no pocas empresas. Que los efectos del cambio climático y los temores a la sequía y a la desertización avanzan sin que la sociedad resulte capaz de ofrecer soluciones firmes, conjuntas y sensatas. Por si resultara insuficiente, la energía se ha convertido en la materia prima por excelencia y las nuevas potencias imperialistas pujan y guerrean por su control como antaño sucedía con los alimentos. No, el escenario que contemplaremos dista de ser un paisaje idílico y, al contrario, nos muestra con crudo realismo las carencias del primer cuarto del siglo XXI.

En ese contexto habitan nuestras pequeñas miserias. Las catalanas, de sobra conocidas, siguen pivotando sobre la parte de la población, menguante, empecinada en obtener más control político para no se sabe qué hacer con ese activo si lo consigue. Los dos socios que gobiernan la Generalitat mantienen una guerra fratricida que bordea el ridículo a la par que paraliza su labor.

Las barcelonesas aún son más esperpénticas. La ausencia de noticias de verdad ha impulsado en agosto la narración de sucesos sobre la seguridad en la Ciudad Condal que lindan con el terror. Apuñalamientos indiscriminados, violencia contra sectores como el del taxi, robos, ocupaciones de vivienda y un constante rechazo a la clase política como solucionador de problemas. Un cóctel que ofrece su minuto de gloria a los llamados antisistema o a los más anárquicos extremistas. Por más que se celebre una copa-pija de vela o Coldplay programe cuatro conciertos, la ciudad de los prodigios vive en una decadencia creciente.

A finales de febrero próximo las administraciones dejarán de hacer propaganda sobre su obra de gobierno, porque así lo determina la legislación electoral. Nos esperan seis meses de intensa agitación política (con la que se intentará maximizar las pequeñeces de los gobiernos minúsculos que nos rigen) a la que seguirá una campaña incierta y competida. Indultos para los expresidentes andaluces condenados, tensión en todos los indicadores macroeconómicos, juicio de Laura Borràs, revalorización de las pensiones en noviembre, eventual crisis de gobierno de coalición...

Durante ese medio año Ada Colau y los suyos intentarán salvar los muebles de un mandato municipal con más sombras que luces. Sus socios socialistas procurarán desmarcarse y aparecer como la solución útil y equilibrada para que la ciudad recupere su fisonomía anterior a la llegada del sectarismo colauita al poder. Los antiguos convergentes buscan candidato y la opción de Xavier Trias se antoja cada día que pasa como la más adecuada para evitar su dilución barcelonesa. A los republicanos les preocupa que no se les interrumpa la corriente del frigorífico en el que conservan al Tete Ernest Maragall hasta la campaña electoral con la intención de hacer buenas las encuestas que los sitúan como los preferidos.

Ciudadanos consumará su desaparición y algo similar sucederá con las opciones catalanistas como Centrem, Valents et altri, que siguen sin encontrar al picapedrero o la propia piedra filosofal de su propuesta. En la derecha no hay un PP presentable en Barcelona desde la salida de Alberto Fernández Díaz y de Vox mejor ni hablar en la capital catalana, donde sus posibilidades de obtener representación son minúsculas. Distinto puede suceder con opciones más propias de tiempos de nueva política como la todavía pendiente apuesta del expresidente del Barça Sandro Rosell por competir por la alcaldía.

Y las empresas, ¿cómo afrontarán ese tiempo movido que viene? Veremos si la persecución energética del Gobierno de izquierdas llevará a Ignacio Sánchez Galán a trasladar la sede de Iberdrola a otro país; si Isidro Fainé se gastará de una vez la enorme caja que acumula Criteria; si la banca resistirá el impuestazo gracias al cambio en el precio del dinero; y si las pymes pueden seguir pagando los créditos ICO con los que hicieron frente a la pandemia y evitaron la destrucción de empleo que la desgracia sanitaria supuso para el tejido productivo. Pero tampoco están salvaguardados de la efervescencia política que se aproxima: la negociación salarial para afrontar la espiral de inflación será el efecto directo del populismo que la campaña electoral llevará a sus cuentas de resultados.

Habrá que guarecerse en las enseñanzas del pintor impresionista francés Auguste Renoir: “Necesito sentir la emoción de la vida, la agitación alrededor de mí”. Amén.