Hace unos días asistí al acto que cada año organiza Mercabarna, el principal mercado mayorista de alimentos frescos de Cataluña (y de Europa), para dar a conocer a los medios de comunicación las tendencias y los precios que marcarán esta campaña de Navidad en nuestros mercados y mesas. Y, como es habitual, nos dieron una extensa retahíla de cifras e indicadores.
Por ejemplo, que durante este mes de diciembre se distribuirán más de 100.000 toneladas de alimentos frescos; que seguimos en un “contexto de precios elevados para la alimentación y, sobre todo, para el producto fresco" —desalentador para nuestros bolsillos—, o que la calabaza es tendencia —curioso dato— estos días y todo el año, especialmente desde que se comercializa pelada y en porciones.
Y ahí ya me chirrió algo. Pelada, en porciones… y envasada, seguramente en plástico, pensé. Eso, curiosamente, se olvidaron de mencionarlo. Presté atención cuando dijeron que el bogavante para estas fiestas viene de Canadá, y no pude evitar quedarme algo desconcertada cuando hablaron de la ‘piña avión’, esa que es cosechada en su punto óptimo de maduración y transportada por aire para acortar drásticamente el tiempo de entrega. Una fruta que dará esa nota tropical a nuestras comidas navideñas —como si eso fuera necesario—, aunque "con precios que pueden duplicar y triplicar el de la piña normal". De la huella de carbono derivada de este consumo y del sobreprecio a pagar por ella, tampoco se hicieron valoraciones.
No deja de ser curioso que nos pasemos el año hablando de sostenibilidad, de consumo consciente, de producto de proximidad, de comprar a granel para reducir plásticos… y que, cuando llegue diciembre, nos olvidemos de todo. Frutas y mariscos traídos de lejos, aceptado. Alimentos frescos a precio prohibitivo, aceptado también. Es cierto que la Navidad es, probablemente, el mayor paréntesis gastronómico del año, ese momento de caprichos y excesos. ¿Pero debemos permitirnos esas contradicciones que el resto del año quizás no justificaríamos?
A esa contradicción se suma otra: la del precio del supuesto lujo. Platos que forman parte del imaginario navideño, desde el capón y las angulas —estas llevan su propia polémica a cuestas— hasta los ibéricos y los más finos mariscos frescos, son productos deseados, pero inaccesibles para muchos.
Quizá el problema no sea que en Navidad gastemos más, sino que lo hagamos sin plantearnos demasiadas preguntas. Que aceptemos las incongruencias y los excesos en la cesta de la compra como algo necesario, para celebrar como toca.
Tal vez es momento de revisar esa imagen de una Navidad que exige mesas desbordantes y abundancia, y de reconsiderar, precisamente, qué entendemos por celebrar bien. Quizá el verdadero gesto no sea conseguir el marisco más caro ni la fruta más exótica, sino sentarse a la mesa sin esas contradicciones o, por lo menos, con la honestidad suficiente para reconocerlas. Quizás celebrar bien es simplemente comer un plato de escudella y carn d’olla cocinado desde el amor familiar, y en buena compañía. Eso sí que lo echaremos de menos el día que nos falte, y no la dichosa ‘piña avión’.
