Hay pocas cosas más irritantes que buscar a tientas, con poca luz, el mando a distancia del televisor que se ha colado por algún pliegue traicionero del sofá.
Junts per Catalunya lleva meses en esa misma escena doméstica, dando vueltas sobre sí mismo, tratando de encontrar el suyo. Quiere cambiar de canal para responder a una pregunta elemental: quién demonios puede encabezar su candidatura a la alcaldía de Barcelona.
El problema no es solo de nombres. Cada vez resulta más evidente que es, sobre todo, un problema de desconexión. Me refiero a la distancia política, emocional y física con la ciudad que dicen querer gobernar.
Porque el mando a distancia de Junts no está en Barcelona. Está en Waterloo. Y no es solo una cuestión geográfica. Es una forma de gobernar el partido anclada en otro tiempo, en otras prioridades y en una lógica estratégica que tiene mucho más que ver con el futuro personal de Carles Puigdemont que con la realidad cotidiana de la capital catalana, hoy mucho más ajena a los códigos, obsesiones y liturgias del independentismo de 2017.
Puigdemont dirige Junts como quien hace zapping desde el sofá: probando opciones, descartando perfiles, midiendo lealtades y ajustando equilibrios internos. Pero la pantalla que observa no es la de Barcelona. Es la que espera que se encienda en la primavera de 2026. En definitiva, la de su propio horizonte político. Y eso se nota.
El último episodio roza el esperpento: el sondeo a Tatxo Benet, empresario independentista, millonario y figura conocida del ecosistema mediático, para comprobar si estaría dispuesto a repetir la operación que en su día protagonizó Xavier Trias. Como si Barcelona fuera intercambiable. Como si la ciudad aceptara sin más a otro candidato “externo”, bendecido desde Bélgica y presentado como solución técnica a un problema que es, en realidad, profundamente político.
Si se trata de un simple globo sonda, conviene pincharlo cuanto antes. Porque la comparación con Trias no se sostiene. Trias era un político con trayectoria, con memoria institucional y con un vínculo real —para bien y para mal— con la ciudad. Benet representa otra cosa: el símbolo de un independentismo acomodado, más suelto influyendo desde los despachos que exponiéndose en la calle. El mero hecho de que su nombre circule no solo revela hasta qué punto Junts ha perdido el pulso de Barcelona; también refuerza la percepción de un partido elitista, desconectado y sin proyecto urbano reconocible. Un escenario ideal para que Jaume Collboni repita como alcalde sin despeinarse.
Mientras tanto, el resto de opciones se van cayendo una a una. Jaume Giró, Jordi Martí, Quim Forn, Artur Mas… ninguno parece tener hoy una oportunidad real en la Ciudad Condal. En algunos casos, porque han osado discrepar del mesías de Waterloo y han quedado marcados. En otros, porque tras pasar por prisión, sufrir el desgaste personal y constatar que el procés fue, en buena medida, una gran trilería política, no están dispuestos a volver a poner en riesgo su estatus profesional y vital por una causa que ya no promete nada. En el caso de Mas, porque su tiempo pasó y su retorno solo serviría para subrayar la falta de relevo real.
Junts no tiene un problema de cantera. Tiene un problema de proyecto. Y Barcelona lo percibe con claridad. La ciudad ha cambiado: es más pragmática, más exigente y mucho menos tolerante con el simbolismo vacío y las guerras internas de un partido que parece atrapado en un bucle nostálgico. Algo parecido ocurre en el ámbito urbano y metropolitano catalán, donde el independentismo ha perdido capacidad de seducción sin haber construido una alternativa creíble de gestión.
El independentismo barcelonés ya no se moviliza por épicas lejanas ni por liderazgos ausentes. Incluso entre los soberanistas más recalcitrantes crece una demanda muy concreta: gestión, proximidad y respuestas tangibles. Justo lo que no puede ofrecer un partido dirigido a distancia, con el mando perdido en Bélgica y la cabeza instalada en el pasado.
Y en medio de este panorama, uno casi puede imaginar el siguiente giro del guion: Jaume Roures —antiguo socio de Tatxo Benet, ambos apartados sin miramientos de la empresa que fundaron por los actuales propietarios de Mediapro— reapareciendo en las pancartas de los Comunes. Sería el broche perfecto para este paroxismo político en el que los viejos actores del procés van cambiando de escenario sin que nadie parezca preguntarse si el público sigue ahí.
La pregunta, en realidad, es otra: ¿puede un partido aspirar a gobernar Barcelona cuando hace tanto tiempo que dejó de escucharla? Mientras el mando a distancia siga en Waterloo, oculto en algún misterioso pliegue del sofá presidencial, la pantalla seguirá mostrando una ciudad que ya no existe. Y las elecciones, como siempre, acabarán apagando el televisor.
