La sanidad es uno de esos ámbitos del Estado social donde libertad y eficiencia pueden convivir sin fricciones. Cataluña lo demuestra desde hace décadas con modelos de colaboración público-privada que han sostenido la calidad asistencial incluso en periodos de saturación extrema. Por eso inquieta que la ministra de Sanidad, Mónica García, utilice el escándalo del Hospital de Torrejón como coartada para relanzar su ofensiva contra estos modelos.

García actúa más como activista que como gestora. Su pasado en las “mareas blancas” y su trayectoria previa en Más Madrid explican el porqué de una visión confrontativa de la política sanitaria. No sorprende que haya anunciado este domingo que “con la nueva ley no se permitirá el modelo de Torrejón” y que su propósito sea “impedir que se repita” cualquier fórmula parecida. No habla de corregir desviaciones ni abusos, ni de reforzar los controles, sino de prohibir.

El problema es que los modelos mixtos funcionan. La Fundación Jiménez Díaz, en Madrid; o los catalanes Sant Joan de Déu, Teknon, el Hospital de Nens o el Hospital General de Catalunya han demostrado eficiencia, calidad y capacidad de descongestionar una red pública saturada y costosa. La ministra no explica qué ocurrirá el día que esa válvula de escape desaparezca por una decisión legislativa precipitada ni cómo absorberá el sistema público la presión creciente.

Cataluña es, además, el mejor contraejemplo al relato que intenta imponer García. Aquí la colaboración público-privada es parte estructural del sistema —hasta el punto de que una parte sustancial de la atención se articula a través de consorcios y centros concertados— y no genera polémica social. Incluso cuando aparecen malas prácticas, como las recién reveladas por Crónica Global en el caso de la Clínica Bofill, donde directivos utilizaron una empresa propia para contratos internos mientras el centro recibía fondos públicos, la conclusión no debería ser prohibir, sino supervisar. La mala gestión puntual no invalida un modelo que, sin él, haría inviable la atención sanitaria en muchas áreas del país.

Cataluña ya sufrió un precedente de populismo sanitario con el conseller Toni Comín, que confundió Salut con un plató de agitación política. Después de mariposear entre varios partidos, terminó fugado a Bélgica por el procés y acusado por los suyos de meter la mano en la caja. Su etapa dejó un rastro inequívoco: las ocurrencias populistas se pagan siempre con la factura asistencial de los ciudadanos.

La realidad es tozuda. En Cataluña, uno de cada tres ciudadanos —el 33%— cuenta con un seguro sanitario privado. No es un capricho del mercado, sino la constatación de que el sistema público convive con un volumen de actividad que, sin el concurso del sector privado y concertado, resultaría inasumible en términos de capacidad instalada o coste marginal por paciente. Si el Estado tuviera que absorber toda esa demanda, el coste público se dispararía, la capacidad instalada quedaría desbordada y habría que regular o racionar el acceso.

La excelencia tampoco es patrimonio exclusivo de lo público o lo privado: los rankings hospitalarios lo demuestran año tras año. En Madrid, sin ir más lejos, la Fundación Jiménez Díaz encabeza las clasificaciones pese a formar parte de un modelo en el que desde el sector privado se atiende a usuarios de la red pública. Todo un símbolo en el sector.

El populismo sanitario es un riesgo real. Consiste en escoger un enemigo cómodo —la sanidad privada— y convertirlo en cabeza de turco de todos los males. El resultado que propone la ministra de Sumar es una política basada en consignas, no en datos; en prohibiciones, no en soluciones. Si lo que pretende con sus anuncios grandilocuentes es erosionar a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, está en su derecho dentro del juego de partidos. Si lo que persigue es una visión integral del asunto, debe cuidar su locuacidad.

España no puede permitirse que el activismo sustituya a la responsabilidad de Estado ni que la libertad del ciudadano quede recortada por prejuicios ideológicos. Si el malogrado Ernest Lluch levantara la cabeza, regresaría de golpe a su tumba al descubrir los irracionales propósitos de algunos de sus correligionarios contra el sistema que luchó por construir.

La sanidad no mejora destruyendo redes, sino gestionándolas. La ideología no cura; la buena gestión, sí.