El estreno de Anatomía de un instante (Movistar+), basada en la novela del académico Javier Cercas, obliga a regresar al hemiciclo de 1981. A ese espacio detenido donde España dudó entre el vértigo y la madurez.
Cercas —escritor y cirujano moral de la Transición— diseccionó aquel episodio sin adornos, buscando la verdad en los gestos mínimos. Hoy ese mismo bisturí serviría para otra cosa: no para iluminar un instante heroico, sino para describir un país embarrado.
En el 23F hubo tres gestos que sostuvieron la dignidad democrática: Adolfo Suárez permaneció sentado; el general Manuel Gutiérrez Mellado se enfrentó a los golpistas; Santiago Carrillo, imperturbable, cigarrillo en la boca, se mantuvo inmóvil. Fue una escena de firmeza civil que hoy parece irrepetible.
Ahora sobran discursos y faltan columnas vertebrales. La política se ha convertido en un lodazal donde cada paso hunde un poco más el terreno. El escritor italiano Cesare Pavese dejó dicho que llega un día en que ya no avanzamos, sino que giramos sobre nosotros mismos. Hace años que España gira.
Esta parálisis tiene una causa profunda: España ha perdido el centro. No el centro como partido —siempre volátil—, sino el centro como actitud moral. La centralidad no es un lugar en la papeleta, sino una forma de estar en el mundo: escuchar, modular, equilibrar.
Hoy nadie quiere pagar el precio de la moderación. La rentabilidad electoral está en el extremo; el matiz se ha convertido en una sospecha.
Cuando el centro se vacía, el país deja de dialogar y empieza a inflamarse. Y el barro se transforma de metáfora a paisaje cotidiano.
Y cuando el centro desaparece, surge otro peligro: la deriva hacia los extremismos. España ya vivió un anticipo tras el 11-M, cuando la política convirtió el duelo en un campo de batalla y la mentira en arma electoral arrojadiza. Aquella fractura dejó un sedimento de polarización tóxica que nunca terminó de cicatrizar. Hoy se ha multiplicado: la emergencia de ultraderechas meteóricas, capaces de ocupar el espacio que dejan los partidos tradicionales cuando renuncian a hablar con el otro.
La historia demuestra siempre lo mismo: cuando el centro se esfuma, los extremos toman asiento.
La reciente sentencia contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha revelado esta fragilidad. No tanto por su contenido, sino por lo que exhibe: que los dos grandes bloques ya no comparten ni la descripción de los hechos. La derecha ve arbitrariedad. La izquierda, obstrucción. Hablan del mismo asunto, pero no hablan de la misma realidad.
El filósofo Tzvetan Todorov advirtió de que, cuando la verdad deja de importar, la libertad comienza a desdibujarse. Y Cercas, siempre atento a las zonas grises, escribió una sentencia vigente: “A veces la lealtad es una forma de traición y la traición es una forma de lealtad”.
Ese es el núcleo del lodazal: cada bloque se aferra a su propia lealtad y acusa al otro de traición. Nadie cede. Nadie escucha. Nadie reconoce la legitimidad del adversario.
Cataluña tampoco queda al margen. El procés no ha desaparecido: ha cambiado de escenario. Lo que fracturó la política catalana durante una década hoy se escenifica en Madrid. Ya no se discuten fronteras; se discute legitimidad. El Congreso es ahora una versión ampliada del Parlament roto.
El ensayista Joan Fuster, uno de los grandes pensadores del siglo XX catalán, lo advirtió sin rodeos: “Tota política que no fem nosaltres és política contra nosaltres (toda la política que no hagamos nosotros es política contra nosotros)”. Convertida en método, esta lógica ha contaminado la política nacional.
A este panorama se suma la italianización definitiva del país. No la Italia cultural y luminosa, sino la Italia fragmentada, del tacticismo, de los gobiernos que sobreviven más que gobiernan. Pactos reversibles.
Instituciones convertidas en trincheras. Un espacio público que parece teatro y un espacio privado que avanza a pesar de él. El escritor siciliano Leonardo Sciascia lo expresó con crudeza: la política deja de ser un arte de gobierno cuando se transforma en un arte de resistencia. España ha adoptado esa lógica sin reservas.
Cercas buscaba en 1981 la verdad de un país que intentaba nacer tras cuatro décadas de dictadura. Hoy esa verdad está sepultada bajo capas de ruido, sospecha y barro. España no está rota; es peor: está inmovilizada.
El barro no ensucia: frena, ralentiza.
El problema no es mancharse.
El problema —y aquí viene la advertencia inevitable— es acostumbrarse al fango. Porque un país sin centro, sin suelo firme y sin voluntad de limpiarse termina aceptando como normal lo que debería resultarle insoportable.
Y ninguna democracia sobrevive mucho tiempo con salud cuando los extremismos ocupan el vacío y el barro deja de ser la excepción para convertirse en atmósfera.
