Llevamos un mes de Navidad. Es más: las fiestas comenzaron el 1 de octubre. Y eso que todavía faltan 60 días para el plato fuerte. Es el mundo reducido al absurdo.
No es una exageración. El 1-O es la fecha oficial para la colocación del decorado navideño en Barcelona. Otra cosa es que las luces estén todavía apagadas. Faltaría más.
Por lo tanto, es Navidad antes del Día de la Hispanidad. Y es Navidad antes de la castañada/Halloween y del Día de Todos los Santos.
Es Navidad un trimestre entero porque hay que vender (no vender humo, como Junts, cuya ruptura con Sánchez es más falsa que Papá Noel). Vender productos.
Ni el Tió, ni Santa, ni los Reyes Magos son suficientes. Hay que aprovechar el Black Friday. Cualquier excusa es buena para persuadir al ciudadano.
Se dan situaciones tan estrambóticas como la venta de decoración navideña ante los puestos de castañas, o la convivencia de panellets y calendarios de Adviento en los lineales del supermercado.
Pero lo que trasciende de todo ello es la perversión de la Navidad. Ya no es una festividad religiosa (o tradicional, si se prefiere) para celebrar en familia, sino un momento (más) de capitalismo salvaje.
Las luces ya apenas hacen referencia a la Navidad; son elementos a veces apenas luminosos sin más. Ya no hay pesebre público… o se esconde. Cuánto complejo adquirido.
Los caganers son ahora souvenirs para turistas. Hay pesebristas que abren todo el año. La venta de turrones empieza en agosto o antes. Es la pérdida de la identidad.
En estos tiempos en los que el debate de la inmigración está sobre la mesa (un 20% de la población en Cataluña es extranjera, de todos lados), lo peor que se puede hacer es renunciar a las tradiciones y a la cultura propias para que nadie se sienta excluido.
