La llegada a España, a Cataluña, de ciudadanos de otros lugares del globo es un fenómeno complejo y ramificado, con algunas derivadas que lo elevan a categoría de problema.
Uno de los argumentos, tal vez el principal, de los promotores de la inmigración es que la necesitamos para asegurar la viabilidad del país.
Entre quienes apuestan por levantar muros, no hay que esconder que fueron los extremismos los primeros que dieron la voz de alarma, al generalizar que el aumento de la inseguridad está estrechamente relacionado con las nuevas poblaciones.
Hoy, sin embargo, el debate está también sobre la mesa de formaciones más moderadas, que lo abordan desde otros ángulos, que dan pie, a su vez, a otras líneas de discusión. No obstante, la sociedad empieza a asumir que hay que poner ciertos límites a este fenómeno desbocado.
Ahora bien, ¿realmente necesitamos la inmigración? El verbo es relevante, y quisiera separar de este debate la libertad que deberíamos tener todos para vivir donde nos plazca y ganarnos la vida de forma honrada donde queramos.
Eso sí, siempre que se respeten unas mínimas normas de convivencia e integración en el lugar de acogida. Para ello, los países receptores también deben hacer los deberes y endurecer las leyes para disuadir a todo aquel que se desplace con otras intenciones.
De todos modos, esa es una de las ramas de este interesante asunto. Es imposible abordarlas todas en profundidad sin aburrir al lector, así que retrocedamos a la pregunta. Y la respuesta es clara: sí, la necesitamos. Por varios motivos, además.
Nos hemos acomodado como sociedad, aparecen nuevas profesiones, todos tenemos una formación y una red de apoyo y, salvo necesidad imperante, hay trabajos que preferimos esquivar –siento la generalización–, como el cuidado de mayores o la recogida de fruta a pleno sol.
Relacionado con lo anterior, las nuevas generaciones están más dispuestas a hacer las maletas si en otros lugares les ofrecen mejores condiciones laborales, por lo que hay que cubrir las vacantes de aquí.
Y, por último –aunque seguro que hay más motivos–, la necesitamos para asegurar la viabilidad del sistema, porque las políticas de las últimas décadas se han elaborado con lo que parece un objetivo premeditado: reducir la natalidad autóctona a mínimos. Una situación que entronca con el envejecimiento de la población y la longevidad.
Son solo pinceladas de la situación actual, pero que derivan en otras cuestiones. Para cubrir estas necesidades, el PP propone ahora seleccionar al inmigrante perfecto; es decir, ir a buscarlo, en lugar de esperarlo. Y mejor si son hispanoamericanos.
Argumentan los populares que los ciudadanos de estos países hermanos se integran con mayor facilidad, por tener lazos históricos con ellos y una lengua compartida. Eso es simplificar mucho la cuestión.
Por el contrario, el nacionalismo catalán siempre se ha mostrado reacio a esas procedencias, y ha priorizado las llegadas del norte de África, pues entiende que es más fácil enseñarles catalán a ellos que a los que ya tienen el castellano como idioma propio. Se equivocan, porque a partir del castellano es más fácil aprender catalán, sin duda. Allá ellos. Se trata siempre de rizar el rizo.
Como se ve, la inmigración por sí misma no solo no es un problema, sino que es necesaria en el escenario actual. El problema, o los problemas, los generan los gestores de lo público, ya sea por acción o por omisión. Veremos tiempos interesantes.
