Para seguir navegando por las aguas turbulentas (y notablemente pútridas) que lo rodean, Pedro Sánchez ha recurrido a una bandera de conveniencia. Concretamente, la palestina, en la que se envuelve a diario como si se tratara de una bata manta antibalas. Creer que a semejante cínico le sangra el corazón por los seres humanos reventados a diario por el animal de Netanyahu es ya un poco del género tonto. El patio nacional se le ha desmadrado con las trapisondas de la parienta, el hermano, sus secretarios generales y hasta el fiscal del Estado (quien, siguiendo su ejemplo, acaba de poner en marcha una causa general contra Israel, a ver si se olvidan de juzgarlo). Y como salir indemne de semejante fregado es difícil, nuestro hombre, que no tiene un pelo de tonto, ha recurrido, como suele, a los sentimientos y la emotividad. A los niños muertos, vaya, que es un tema de mucho impacto.

Enseguida ha encontrado la complicidad de los activistas. ¿Activistas de qué? Pues de nada en concreto, activistas en general, gente habitualmente bienintencionada entre la que siempre se cuelan personajes que van a su bola o que, simplemente, disfrutan arrojando vallas a la policía o quemando contenedores de basura. La vida del activista no es sencilla. Como en el mundo prácticamente todo funciona mal, hay que elegir cuidadosamente la causa y la indignación del momento. Por eso ahora el calentamiento global o la guerra de Ucrania ocupan menos espacio en la prensa: todo el activismo español está centrado en las salvajadas del ejército israelí en la franja de Gaza.

Puede que a algunos nos parezca que no contribuye en nada a mitigar el desastre boicotear la Vuelta Ciclista a España, pero ya se sabe que el activista ataca donde puede (pensemos en esos pazguatos que se enganchan con Super Glue a las paredes de un museo para protestar por el hambre en el mundo), no donde quiere. Y, además, ¡premio!, el presidente del Gobierno español ha dicho que los admira, aunque estén intentando moler a palos a los policías que él mismo ha enviado para conseguir que se comporten. Imagino el estupor del madero medio al descubrir que su supuesto jefe jalea a los manifestantes (mientras el ministro del Interior desaparece y la encargada de deportes, y portavoz del Ejecutivo, también).

Hay que reconocerle a Sánchez que es un pionero de la actitud presidencial ante un problema de orden público. No sé ustedes, pero yo nunca había oído a un alto mandatario bendecir a unos manifestantes a los que su policía está intentando reprimir. Pero es que nuestro héroe ya dice cualquier cosa que crea que es susceptible de fomentar su tirón político. Él se ha agarrado a una buena causa, en complicidad con lo más obtuso y fanático del activismo, todo hay que decirlo, y de ahí no hay quien lo saque.

Luego ya vienen las medidas concretas a adoptar contra el genocida Netanyahu, que son otra cosa. ¿Ruptura de relaciones? Señores, no exageremos. ¿Basta de compras de armamento? Sin prisas, que aún nos costará una pasta (que no tenemos) anular el encargo. Aquí lo fundamental es adoptar una actitud gallarda ante Israel, como ya la adoptó con los Estados Unidos de Trump. A Sánchez le gusta verse como el pequeño David ante el gigante Goliat. Y si desde algún país europeo lo felicitan, todo eso que se lleva.

El problema es que no hay en el mundo una bandera palestina lo suficientemente grande como para ocultar sus miserias políticas y morales. Y que los jueces y la UCO siguen trabajando (nuevo capítulo de lo de Delcy Rodríguez y los sobornos venezolanos, protagonizado por el imprescindible Koldo, perejil de todas las salsas socialistas y, por consiguiente, feministas). Da la impresión de que falta basura a toneladas por aflorar (bulos de la derecha y de la extrema derecha, por supuesto) y que la caída va a ser de espanto, así que solo puedo aconsejarle a mi querido presidente del Gobierno que, a partir de ahora, no salga de casa sin envolverse en el pañuelo de Arafat. Y, ya puestos, añadirle el tocado pertinente.