Este lunes por la mañana, al cruzarme con una dependienta a la que veo cada día en mi ruta habitual para ir a buscar el desayuno, le pregunté cómo estaba. Es un saludo casi automático, fruto de la costumbre de coincidir cada jornada. Su respuesta, sin embargo, me dejó descolocada: Muy cansada de las fiestas de Gràcia”. En plena semana grande del barrio, aquella confesión sonó inesperada y abrió la puerta a una reflexión que rara vez se escucha en público.

Porque lo cierto es que cada agosto, Barcelona presume de las fiestas de Gràcia como uno de sus mayores tesoros populares. Las televisiones repiten las mismas imágenes: calles decoradas con esmero, miles de personas paseando boquiabiertas, vecinos orgullosos de su creatividad y un barrio convertido en una postal bucólica. Es, sin duda, un espectáculo admirable y un motivo de orgullo ciudadano. Sin embargo, no todos lo viven así.

La respuesta de esa vecina refleja que hay otra cara, otra realidad mucho menos visible de la misma celebración: la de quienes cuentan los días para que termine. No se trata de falta de sensibilidad o de espíritu comunitario, sino de una experiencia cotidiana muy distinta.

Detrás de la fiesta, hay noches sin dormir por la música hasta la madrugada, calles colapsadas que dificultan lo más simple, como volver a casa, y la sensación de que un evento que nació como orgullo vecinal se ha transformado en una fiesta pensada para todos… menos para los vecinos del barrio.

En origen, explicaba la mujer, las fiestas tenían un carácter más cercano y popular. Se respetaban los horarios, la música no lo invadía todo y el ambiente festivo convivía con la rutina de quienes habitaban el barrio. Hoy, en cambio, se ha convertido en una discoteca callejera con decorados de colores, a merced de lo que piden el turismo y los visitantes de otras zonas de Barcelona o de municipios cercanos. Lo que antes era una tradición íntima ahora es un escaparate metropolitano y global.

Este contraste debería tener más espacio en los medios de comunicación y en el debate público. No se trata de desmerecer unas fiestas que siguen siendo un orgullo para la ciudad, sino de reflejar también la realidad de quienes no aparecen en las fotografías oficiales y buscar un equilibrio. Sobre todo en los horarios.

Y es que la convivencia exige escuchar todas las voces, incluso las que suenan menos festivas. Porque en la misma calle donde unos decoran y celebran, otros solo esperan que llegue de nuevo el silencio.

Sin duda, las fiestas de Gràcia son un símbolo de participación ciudadana y creatividad colectiva, y nadie lo discute. Pero reconocer el cansancio de algunos vecinos no les resta valor: al contrario, ayuda a pensar cómo conciliar el derecho a la fiesta con el derecho al descanso. Celebrar sí, presumir también, pero sin olvidar que no todas las postales son de vecinos sonrientes colgando guirnaldas.

A veces, también hay quien suspira y desea que todo acabe pronto. Y esa voz, aunque no sea el discurso ideal, el idílico y el que se espera, también forma parte del barrio.

De este modo, aquel comentario, tan sincero y salido del corazón, me recordó que las fiestas también tienen su cara menos luminosa. Y fue precisamente esa respuesta inesperada la que dio pie a una reflexión necesaria: detrás de cada postal alegre también existen voces cansadas que merecen ser escuchadas.