Cuanto más corrupto es un Estado, tanto más se multiplican sus leyes. Así lo dejó escrito a comienzos de esta era el historiador romano Tácito.
Por increíble que parezca, esa lapidaria sentencia cobra plena actualidad dos milenios después. En efecto, el Gobierno mafioso de Pedro Sánchez anda sumido en un cenagal de porquería como no se ha visto nunca por nuestras latitudes.
Santos Cerdán, secretario de organización del PSOE, dimitió el jueves, tras hacerse público un informe de la UCO que lo retrata de cuerpo entero. De los demoledores mensajes y grabaciones recopilados por la Guardia Civil se desprende que, desde el encumbramiento de Pedro Sánchez como capo supremo, la cúpula del partido ha sido algo similar a una organización criminal, dedicada al saqueo impune de los fondos públicos.
Los tribunales ya han imputado a su esposa Begoña Gómez y a su ex número dos José Luis Ábalos. Asimismo están a un paso de sentarse en el banquillo de los acusados su hermano David y su fiscal general Álvaro García Ortiz.
Por cierto que la eviterna sonrisa de este último se ha trocado, de unos días a esta parte, en gelidez antártica.
Mientras los escándalos golpean al Ejecutivo progresista en sucesión sin fin, las regulaciones de todo orden siguen brotando a destajo como hongos tras las lluvias otoñales. El BOE ha largado más de 110.000 páginas desde primeros de año hasta la edición de ayer sábado. Ello significa una difusión de casi 5.000 por semana, que en teoría todo quisque debería cumplir a rajatabla, según reza nuestro vetusto código civil napoleónico. Es de recordar que en 2024 el BOE había vomitado la friolera de 260.000 folios.
Semejante arsenal inquisidor corre paralelo con el torrente que fluye desde Bruselas, cada año más copioso y más lesivo para el conjunto de los ciudadanos del territorio común.
Pero todo este paroxismo dirigista palidece ante el desatado por las autonomías. Sus respectivos diarios oficiales vienen publicando desde hace lustros más de un millón de páginas anuales.
Se calcula que las diversas administraciones existentes en España llevan promulgados más de 400.000 preceptos tras la instauración de la democracia. Las comunidades son responsables de dos tercios de tamaña losa.
Cataluña se lleva la palma de la fiscalización, con un promedio superior a las 700 normas anuales en el curso de los últimos veinte años. Tal circunstancia está estrechamente relacionada con otra singular característica vernácula. La de propinar un auténtico infierno fiscal a sus súbditos y sangrarlos sin tregua.
La maquinaria coercitiva de la Generalitat luce el récord nacional con nada menos que 15 impuestos propios, signo identitario característico del “fet diferencial” que distingue a los catalanes. Menos mal que el Tribunal Constitucional declaró nulos cuatro de esos sablazos impositivos.
Voces influyentes vienen lanzando desde hace tiempo duras críticas contra la inextricable maraña burocrática que se ha extendido cual mancha de aceite por España y la ha compartimentado como si fueran medievales reinos de taifas. Los excesos reglamentistas afectan a la igualdad y a la libertad de los ciudadanos e impactan de lleno en la calidad de nuestro sistema democrático.
La jungla legislativa ocasiona enormes costes a las personas y las empresas. Además, como los decretos se propalan a tontas y a locas, su calidad técnica deja bastante que desear. Los parlamentos dan en parir auténticas bazofias, que después se han de enmendar sobre la marcha con más y más medidas correctoras.
La hipertrofia de leyes causa confusión. La consecuencia final de tal despropósito es que los individuos se olviden de ellas. O, lo que es mucho peor, que al no poder observarlas, acaben por despreciarlas olímpicamente.