Los rumores sobre los manejos todavía vivos de algunos empresarios catalanes en determinados ámbitos han revitalizado el debate sobre los casos de corrupción. El famoso 3% de comisión que se hizo estructural en los años del pujolismo pudiera haber existido siempre, vivir enquistado en la tradicional sociedad catalana como lo están los canelones, el pan con tomate o el fuet por poner ejemplos metafóricamente claros.
Cuando se descubrieron los primeros casos (y algunos empresarios de los que sufrieron en silencio esas prácticas se decidieron a hablar) todo el mundo se llevaba las manos a la cabeza por los años que hacía que la corrupción campaba por la administración autonómica como Pedro por su casa. Esos mismos que se escandalizaban conocían uno o dos casos próximos que atestiguaban que lo descubierto no era una fijación de jueces, fiscales o periodistas que olían el asunto como moscones.
No, la corrupción, el 3% o la cifra que corresponda en cada momento lo único que ha hecho es evolucionar. Lo que los primeros constructores movían con maletines y pedestres comportamientos, los corruptos más recientes lo han reconvertido con un estilo más pretendidamente intelectual o fashion.
De la zafiedad de constructores e hijos de Pujol hemos pasado a la sofisticación. David Madí Cendrós, quien fuera mano derecha de Artur Mas, es el símbolo de esa generación nueva que hace negocio con la política sin trabajar en exceso y manteniendo todas las costumbres burguesas que por vía familiar heredó. No está solo. El presidente del Barça es otro de los conspicuos representantes de ese proceder generacional.
El nieto del inventor de Floïd salió huyendo de la política. Le habían cogido, literalmente, adulterando las encuestas que encargaba desde la Generalitat para que su patrocinado Mas y sus ideas siempre triunfaran. Madí, que ejercía de una suerte de camarlengo de Mas, acabó operando con la misma ordinariez que sus antecesores en los manejos. Se vio obligado a retirarse al sector privado para ganar más dinero y seguir haciendo política de salón. Lo hizo unos años, pero no le ha ido bien. Perdió los clientes y pasa más tiempo preparando su defensa legal que en producir cualquier bien o servicio. Limosnea, literal, entre sus amigos empresarios algo que echarse a la cartera.
Más allá de las pruebas que el juez Santiago Pedraz está reuniendo en la Audiencia Nacional sobre su implicación en los amaños del transporte sanitario catalán (los concursos de ambulancias), donde el cerco es cada vez mayor y una nueva condena le pondría a las puertas de prisión, son sus negocios perdidos y el último de sus libros el mayor exponente de su decadencia.
Dios me libre traer a estas líneas los comentarios con los que le obsequia en privado la burguesía catalana de la que forma parte, la misma que sufrió sus pedanterías y ahora le ajusta cuentas con sus trapicheos familiares o con su vocación de literato de taller de escritura. Lo de la literatura y el sexo, dicho sea de paso, da mucho juego con él en las mesas en las que se descojonan de sus fracasos consecutivos.
Madí es un exponente, un símbolo, de cómo la corrupción sistémica, el sistema mafioso nacido en la Cataluña de Jordi Pujol, pero heredero del franquismo sociológico, sigue intentando pervivir en estos nuevos tiempos.
Sus seguidores fueron prudentes unos años, pero resucitaron con chulería a propósito del procés. Craso error. No se conforman con el 3% ni lo recaudado es ya para el partido, lo interesante de los nuevos usos y costumbres es que la extorsión a los empresarios a cambio de información, influencias o meros cambalaches de negocios continúa. Sus autores, investidos de un melifluo pedigrí intentan asegurar la pervivencia de un estrato de vividores e indeseables a los que Pasqual Maragall les sacó en su día los colores, pero a los que Salvador Illa debería llevar a prisión. Será un excelente servicio a Cataluña.