El Consell per la República ha terminado como prácticamente todo lo que toca el autodenominado "exilio" de Waterloo: en escándalo. El expresidente catalán Carles Puigdemont ha anunciado que deja la presidencia de este supuesto Parlament paralelo y que se convocan elecciones anticipadas

La retirada del nuevo presidente de Junts, el hombre que prometió dejar la política si los catalanes no le hacíamos president -algo que no ha ocurrido-, coincide con el escándalo de los gastos no justificados del exconseller Toni Comín, que se ventiló 15.530 euros no justificados del organismo en, según el auditor, multas de tráfico, un apartamento o retiradas de efectivo. Que es el método primigenio para evitar que se pueda trazar el destino de todo fondo en cuenta. 

El asunto, esperpéntico, llega después de que el eurodiputado suspendido se gastara más de 4.000 euros en unas vacaciones en el alquiler de un velero con el cantautor Lluís Llach, también presidente de la Assemblea Nacional Catalana (ANC). Las vacaciones republicanas se cargaron a la cuenta del Consell, abriendo la espita que alcanza ahora su cénit con la retirada del exalcalde de Girona, que trata de presentarlo como un mero trámite. 

En efecto, aunque los interfectos presentan como acontecimientos inocuos toda esa sucesión de polémicas, lo cierto es que no lo son. El Consell per la República jamás gozó de demasiada credibilidad, ya ni entre los independentistas, que acusaban este parlamento digital de ser una herramienta al servicio de Puigdemont y, por ende, de Junts. 

Ahora, el lío de los gastos indebidos -siempre según el auditor- remata otro artefacto creado inicialmente para ser pebetero del difunto procés independentista allende las fronteras. Cae así otro organismo como una fruta podrida. Puigdemont, como la kriptonita, irradia toxicidad política, y nada queda en pie cuando lo sostiene en sus manos. 

Los gastos de Comín en recetas en Bruselas le habrían costado la carrera política en una institución convencional -como electo, dispone de ingresos propios-, pero el Consell no lo es. Jamás lo pretendió, y su final así lo atestigua. 

Mientras, Cataluña ha pasado página de las cuitas intraexilio, y se dedica a otros menesteres, como debatir sobre la gestión de la DANA o las políticas de vivienda. La gresca en el Consell se observa desde lontananza como una batalla endogámica, sectaria y radioactiva con la que la mayoría no quiere tener nada que ver. 

Nacido como cáliz del nacionalismo que eludió la justicia, el Consell pretendía ser tributario de las purezas de algunos, pero ha terminado más embarrado que Rubén Gisbert. Y con la misma falta de credibilidad.