Dejamos atrás una semana de despedidas. Nos dijo adiós Inmaculada Colau, que abandona por fin el Ayuntamiento de Barcelona; y se va a un cargo menor Laurà Borràs tras unos convulsos años al frente de la presidencia de Junts per Catalunya.

Las partidas han sido distintas, pero revestidas de un común denominador: ambas políticas usaron los discursos para atizar a quienes consideran responsables de su retirada de la vida política activa. No se escuchó ni un ápice de autocrítica. En el caso de la exalcaldesa Colau el odio implícito en sus palabras retrotrae a los tiempos en los que ejercía de activista y se disfrazaba de abeja Maya para reventar un acto sobre vivienda de lo que luego fue su propio espacio político.

Aludió a las élites de Barcelona como impulsoras de su salida. Las tildó de “provincianas, mediocres y avariciosas” y se olvidó –nada, una menudencia– que ella formó parte de ese grupo selecto y minoritario de personas que concentró el poder de la capital catalana durante ocho infaustos años.

No, por más que insista, Colau no perdió la alcaldía por la presión de esas supuestas élites de las que formó parte. Se lo dijeron el 28 de mayo de 2023 algo más del 80% de los barceloneses que acudieron a las urnas y prefirieron cualquier opción política diferente de la que ella lideraba con ensimismamiento y vocación de verdades absolutas.

A Colau la han dejado fuera del poder municipal sus fracasos estrepitosos en vivienda; su incapacidad para aminorar la inseguridad; su escasa preocupación por la limpieza y el orden; y, por supuesto, la demostración palmaria de que Barcelona no es la ciudad de la negatividad que ella se empecinó en construir.

Su adiós al poder tiene mucho que ver con el espíritu vengativo que tuvo su paso por la casa consistorial, con el nepotismo con el que actuó su grupo o con la inutilidad de muchas políticas aplicadas en materia de ordenación urbana. Pronto pudo comprobarse que en sus líneas de actuación había más de desquite que de compromiso y sinceridad con un proyecto alternativo. Nadie como Colau encarna hoy en la política catalana a esas élites aludidas de corte provinciano y mediocre.

Han sido los barceloneses, y no sus brumosas élites, quienes han preferido un cambio de tercio tras comprobar que la capital se convertía en una caricatura amateur de su propia historia. Esa propensión a la victimización es el único legado que de verdad deja tras dos mandatos consecutivos con la vara de mando.

No hay más herencia para reconocer a un grupo que tras perder el poder local se diluye como un azucarillo en la Barcelona mediterránea. Barcelona en Comú y su lideresa han jugado a la grandilocuencia populista hasta que la impostura alcanzó el límite: lo certificaron las urnas y se comprobó el propio día del pleno de despedida de Colau, en el que guardaron un sepulcral silencio sobre su amigo Íñigo Errejón.

Se equivoca el alcalde Jaume Collboni al pretender otorgarle la Medalla de Oro de la Ciudad a una antecesora que vivió de la gestualidad, que se acomodó en el revanchismo y que usó los fondos públicos para combatir la crítica razonable a la par que intentaba mostrarse como una adalid de la libertad y de la democracia más pura. Quiso ejercer de una especie de Agustina de Aragón a la catalana. Con esa falsedad de heroína, y con los servicios jurídicos municipales, ella sí que ejerció el lawfare.

La medalla, alcalde Collboni, luciría mejor en el cuello de los ciudadanos que sufrieron las intolerancias de Colau o que fueron sacudidos (hasta perjudicados) por su incapacidad para el diálogo y el consenso. Los hay y lo sabe.

Si pese a todo quiere reconocerles algún mérito por sus ocho años de alcaldía le recomiendo que sea el de convertir a la ciudad de los prodigios en una urbe esclerotizada por la infantil altivez. O concédales un premio por ejercer el populismo hasta poner en peligro décadas de construcción de la marca Barcelona. No, esa medalla de oro de la ciudad no la merece doña Inmaculada.

Es más, si considera que hay algo que agradecerle al tiempo que Colau presidió la corporación local –insuficiente, claro, para gobernar hoy con su partido– páguele con la misma moneda de resentimiento gestual que ella usó con Juan Antonio Samaranch, el busto del Rey o el nomenclátor de las calles. Es decir, procure olvidarse de ese oscuro periodo como ya han hecho miles de barceloneses.