El 3 de octubre de 2017, con aspecto más regio de lo habitual, circunspecto y tono de preocupación, Felipe VI compareció a través de las televisiones para lanzar un discurso de defensa de la democracia y el Estado de derecho.
Habían transcurrido apenas 48 horas de la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre y el monarca recordó a las autoridades de la Generalitat que habían incumplido la Constitución y el Estatuto de Autonomía de forma “reiterada, consciente y deliberada”. Fue más allá, y calificó lo acontecido de quiebra de los principios de la democracia y a sus responsables de practicar una “deslealtad inadmisible” hacia los poderes del Estado.
Felipe VI se convirtió a partir de aquel momento en la diana del independentismo. Fracasaron con el propósito de la consulta ilegal, el 6 y 7 de septiembre anterior habían intentado vulnerar en el Parlament la legalidad en nombre de una minoría y, faltaba la traca final posterior, proclamaron la independencia más breve de la historia.
La monarquía apenas hizo gala de sus atribuciones constitucionales con aquella aparición televisada. A su pesar servía de manera perfecta al independentismo para convertirse en el símbolo de la represión y el totalitarismo.
Se recriminó al rey que hablara sólo a una parte de los catalanes. Se le echó en cara que no citara el diálogo. Se inició la agitación del supuesto republicanismo catalán para menoscabar su cometido como jefe del Estado.
Más tarde se vio que no era nada personal, ni el discurso justificaba tal obcecación crítica. Lo que sí era importante para los soberanistas era generar una crisis institucional, golpear al Estado en toda su dimensión y aprovechar el noqueo que provocaban sus arremetidas para avanzar con su intención.
Desde entonces, la monarquía parlamentaria española se ha convertido en objetivo nuclear del independentismo. Apuntaban contra el jefe de un Estado que pretendían romper y ni la historia ni la tradición podían alterar sus tesis.
Carles Puigdemont llegó a decir en el verano de 2020 que el discurso del Rey pronunciado en 2017 era “claramente golpista”, en la medida en que “excluyó a una parte importante de la ciudadanía”.
A los soberanistas la contorsión del léxico siempre les ha encantado. Si Felipe VI fue golpista por, supuestamente, olvidarse de una parte de Cataluña cuando pronunció el mensaje televisado, ¿qué fueron sus detractores cuando aprobaron las leyes de desconexión a principios de septiembre o proclamaron la minirepublica catalana a finales de octubre? La pregunta se responde sola.
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Recuerdo como una imagen imborrable una cena, en mayo de 2006, de la patronal Pimec. La presidía todavía Josep González, un patrón pujolista pata negra, en la que participaron el entonces príncipe Felipe y su esposa Letizia. Tras el acto oficial, el matrimonio accedió a dejarse tomar alguna fotografía con los asistentes, todos ellos empresarios catalanes vinculados a la patronal. La cola para acceder junto a los príncipes en el interior del Palau Sant Jordi es difícil de olvidar.
Uno siempre pensó que eso de las adhesiones inquebrantables y del fanatismo se expresaba más entre las clases populares que entre las capas medias de la sociedad. Que aquellos burgueses reunidos en el acto empresarial, más de un millar quizás, soportaran la larga cola para inmortalizarse junto a la monarquía española dejaba descolocados quienes sostienen que Cataluña es republicana.
Al independentismo, y en especial a ERC y la CUP, les ha venido bien tener un rey al que atizar. Unos son republicanos por ADN. A los otros –juventudes convergentes con pantalones agujereados— les viene de perlas quemar alguna foto de la monarquía en sus gamberradas adolescentes y dominicales.
La tirria del independentismo a la monarquía le vino de perlas a la izquierda del PSOE. Ada Colau tuvo también su especial minuto de gloria monárquico. No recibía al Rey en los actos oficiales, colocó una postal minúscula del monarca en el ayuntamiento cuando la justicia le obligó a que luciera el símbolo constitucional, pero luego sonreía contenta en las cenas oficiales junto a Felipe de Borbón. Ya no había peligro, era casi siempre de noche: las cámaras de televisión eran menos y sus parroquianos ya disfrutaban de algún reality show de Telecinco.
La monarquía que manejó Alfredo Pérez Rubalcaba durante tiempo ha sido --pese a los intentos de dinamitar la institución-- un refugio para muchos catalanes no soberanistas que, en buena parte, eran partidarios conceptualmente de otro modelo de Estado.
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Hasta el nombramiento de Jaume Collboni no ha existido un solo político catalán interesado en restablecer la tradicional e histórica relación de Cataluña con la monarquía española. El alcalde se fue a visitarlo, y lo ha recibido para recordarle que Barcelona o cualquier otro territorio de la comunidad también es su casa.
Será Salvador Illa, ya como presidente de la Generalitat y por tanto en calidad de primer representante del Estado en Cataluña, quien mañana ponga fin a una década de estupidez antimonárquica. Le visitará en la Zarzuela y quizás pueda decirle al jefe del Estado que la autonomía que tiene el cometido de gobernar es bastante menos crítica con su figura de lo que el secesionismo desea aparentar.
Si el Rey es garante constitucional de la unidad, Illa se ha cansado de repetir antes de ser investido que no será él “quien rompa España”. Ni por la financiación que se prepara, ni por trasladar a los catalanes una monarcofobia que reside lejos de la opinión ciudadana generalizada, menos todavía después del impecable acento catalán de su hija Leonor, princesa de Girona.
La visita a la Zarzuela constituye un regreso a la normalidad más en el panorama catalán. Simbólico, claro, pero igual que lo fue en 2017 la crucifixión política al monarca por un independentismo que hoy transita como pollo sin cabeza (o, si lo prefieren, con las mismas cabezas gastadas de siempre). Cataluña, la normal y pragmática, tiene rey. Se lo puede asegurar Illa a Felipe VI sin parecer un súbdito mojigato, porque su Generalitat tiene Estado y un jefe democrático del mismo que para sí quisieran muchos otros países. Los complejos del republicanismo de izquierdas se los puede dejar en el perchero del despacho de la plaza de Sant Jaume. Y no se equivocará.