Los dos argumentos principales para rechazar los pisos turísticos son, por una parte, que contribuyen de forma significativa a encarecer los alquileres habituales y, por otra, que son especialmente molestos para los vecinos.
Pues bien, por más que algunos castradores y castradoras de la libertad y del progreso se empeñen, son argumentos falaces y populistas. Se trata, simple y llanamente, de mentiras.
Los pisos turísticos no encarecen los alquileres residenciales por varios motivos. El primero es que son muy pocas las viviendas destinadas a ese uso, por lo que su influencia es marginal o nula.
En Barcelona, por ejemplo, hay 10.000 licencias turísticas, lo que supone poco más del 1% de los más de 800.000 inmuebles que tiene la ciudad. De hecho, se calcula que poco más de 7.000 de los pisos con licencia turística se destinan a uso turístico, por lo que apenas suponen el 0,8% del parque de viviendas.
Si todos ellos, tras el anuncio del ayuntamiento de la semana pasada de retirarles la licencia turística, pasasen a incorporarse al mercado de alquiler de vivienda habitual, su incidencia sería irrelevante, y no serviría para reducir el precio de las rentas.
Pero es que, según la mayoría de los expertos, lo más probable es que casi todos los pisos que pierdan la licencia pasen al mercado de compraventa para uso residencial, pues la normativa actual -que limita el precio del alquiler habitual- es un incentivo para que los propietarios actuales -que utilizan esas viviendas como inversiones- se deshagan de ellas y busquen otras inversiones, y los compradores no sean tampoco nuevos inversores que busquen rentas de alquiler, sino nuevos residentes. Es decir, que no se conseguirá ampliar la oferta de vivienda para alquiler habitual.
La segunda mentira son las presuntas molestias que los inquilinos de los pisos turísticos generan a los vecinos. Y de eso puedo dar fe yo mismo.
Nací, vivo y he vivido la mayor parte de mi vida -y ya supero el medio siglo de edad- en la zona cero del turismo en Barcelona. A menos de 30 metros de la Sagrada Familia.
En mi entorno hay innumerables pisos turísticos, incluso he vivido una década en una finca con dos viviendas turísticas. Jamás he tenido problemas relevantes de convivencia con ellos. De hecho, desde la ventana del despacho de mi casa contemplo a diario un edificio cuyo uso se destina por completo a alquiler turístico (10 viviendas y una azotea con piscina habilitada para los visitantes) y no recuerdo en los últimos 15 años haber visto, oído o sufrido una sola fiesta celebrada en ese bloque.
Al contrario, puedo dar fe de enormes problemas con vecinos residentes habituales. Algunos nos han hecho la vida imposible durante años. Otros nos la siguen haciendo. Ruidos insoportables a altas horas de la madrugada, fiestas frecuentes, entradas y salidas ruidosas toda la noche, sabotajes a los vecinos, continuas denuncias a los Mossos, acoso a quienes se quejaban… todo tipo de incidencias, que en ocasiones incluso han terminado en los tribunales.
Sin embargo, los vecinos afectados no hemos conseguido nada porque los causantes de convertir la convivencia en un infierno eran propietarios o inquilinos con un contrato de alquiler como residentes habituales. Nos hemos tenido y nos tenemos que aguantar. ¡Cuántas veces hemos deseado que esos vecinos fueran turistas, porque en ese caso sus trifulcas habrían tenido una cercana fecha de caducidad!
Siguiendo el mismo argumento de los turismófobos, ¿no deberían prohibirse también los alquileres habituales porque en ocasiones hay inquilinos problemáticos?
No. Los problemas de convivencia en las fincas no dependen de la nacionalidad de sus ocupantes (sí, la turismofobia también es xenofobia) ni de si una persona reside en ellas un día o una década.
Tampoco cuela el argumento de que los precios de los pisos se devalúan. Insisto, yo vivo pegado a uno de los edificios más visitados del mundo, con miles de turistas abarrotando la zona a diario, rodeado de pisos turísticos y el precio de mi vivienda no deja de crecer año tras año.
Seamos serios, la prohibición de los pisos turísticos no frenará la escalada de precios de los alquileres habituales ni aumentará su oferta, como tampoco es ninguna garantía para mejorar la convivencia de los vecinos.
Otra cuestión es cómo se deberían repartir las licencias turísticas existentes. No parece justo que una persona o una empresa acumule varias licencias. Lo más razonable -desde un punto de vista socialdemócrata, del que muchos de los censores se hartan de alardear- sería que se redistribuyeran de forma que cada familia pueda tener como máximo una o dos licencias turísticas, y así redondear sus ingresos. Además, podría gravarse esa actividad económica con impuestos razonables adicionales que repercutan en el barrio y en sus vecinos.