¿Dónde está Puigdemont? Es la pregunta que nos hacemos todos los que el pasado 13 de mayo vimos cómo anunciaba, sin despeinarse, que se presentaría a la investidura para ser elegido president de la Generalitat. Salía en rueda de prensa, tan temerario como siempre, asegurando que él tenía más votos que el ganador de las elecciones, Salvador Illa, para ser elegido en segunda votación. Pero ¿alguien se cree de verdad eso?
Hoy por hoy, el fugado no cuenta con ningún apoyo parlamentario. Por un lado, la situación de ERC es catastrófica. Los resultados que dejaron las elecciones del 12M no han hecho más que acrecentar la guerra entre Junts y los republicanos, que no están dispuestos a dar sus votos a un líder que les ha dejado agonizando y que lleva años hurgando en sus contradicciones hasta haberles enviado al desguace.
Lo han reconocido pesos pesados de ERC, que aseguran que no se plantean cosas imposibles. Dar un apoyo simbólico a Junts sería pegarse un tiro en el pie: no dan los números y no van a darle alas a Puigdemont. Es más, el expresident no cuenta ni siquiera con la CUP, ese partido que sobrevive gracias a un votante fiel que se rebela contra todo, pero que tampoco se cree ya sus mentiras.
Para curarse en salud, en la misma rueda de prensa del 13 de mayo, el líder de Junts aseguraba, también, que llevaría a cabo las conversaciones para intentar su investidura de forma discreta. Podríamos pensar que estos días está medio desaparecido por esta razón, pero que nadie se deje engañar: no llamemos discreción a lo que es, simple y llanamente, miedo.
Miedo porque sabe que no podrá cumplir lo que prometió a los suyos: que volvería para ser presidente de la Generalitat. Sí, volverá a Cataluña una vez aprobada la amnistía, pero no para ocupar el trono. Y es aquí cuando empieza el problema, ya que si Illa se encamina hacia la presidencia, Puigdemont debería cumplir entonces su otra promesa: abandonar la política al no ser elegido.
Vamos, que Junts llevará semanas respirando más tranquila que ERC, pero poco le queda para subirse al carro de la frustración y la crisis. Los dirigentes más sensatos, aquellos que pertenecen a la antigua Convergència y que están hartos de la confrontación y de que el partido no pinte nada en las instituciones, sueñan con que Puigdemont dé un paso al lado, tal y como se comprometió.
Sin embargo, hay cuatro o cinco personas de su confianza que le dicen que siga adelante, pese a no ser investido, y que se quede como jefe de la oposición. Faltar a su palabra por el interés general. No de Cataluña, sino de su partido. Lo que llevan haciendo desde hace más de 10 años.
Que Puigdemont coja su escaño en el Parlament sería una humillación para alguien que ha sido presidente, pero parece que aun así se lo está pensando. Sus aduladores rezan cada noche para que se quede el Mesías que les garantiza su estatus y sus cargos oficiales y oficiosos, mientras el resto de dirigentes se miran de reojo y se preguntan, para sus adentros, quién será el valiente que levante la mano y diga lo que todo el mundo piensa: que Cataluña ha pasado página de 2017 y que Puigdemont es un epílogo sin fin.