El símil futbolístico, una vez más, permite analizar la situación política española. Es posible que Pedro Sánchez tenga el mejor equipo, aunque llegados a estos últimos minutos de partido no haya sabido golear a su contrincante, pero desgraciadamente parece contar con la peor afición. El cara a cara que el presidente del Gobierno mantuvo con Alberto Núñez Feijóo el pasado lunes ha dado lugar a un aluvión de análisis, comentarios, artículos y valoraciones que contrastan con el poco o nulo interés que el espacio televisivo despertó entre los ciudadanos: fue el debate menos seguido desde 1993.
Afines al líder socialista se sumaron a un supuesto baño de realidad, según el cual, el jefe de la oposición fue el vencedor. Y a partir de ahí, se dispararon las especulaciones sobre el voto útil que, para neutralizar a Vox, se plantean electores a los que nunca se les habría ocurrido apoyar al PP. La tentación es comprensible, pero muy arriesgada, pues lo ocurrido en Extremadura desvela hasta qué punto los populares son capaces de decir una cosa y la contraria.
La historia demuestra hasta qué punto las izquierdas españolas, lejos de buscar la unidad, optan por fagocitarse. Algo que no ocurre en las fuerzas conservadoras que se presentan a las elecciones generales del 23J. El pulso que, durante este mandato, han mantenido PSOE y Podemos en el Gobierno es una muestra de ello. Una pugna estéril, porque ni los socialistas ni los neopodemitas –con Yolanda Díaz al frente—están sacando rédito. O al menos eso es lo que dicen los sondeos. Sánchez es el que recibe los golpes de los desmanes de sus socios de Gobierno.
Cabe sospechar, aunque es imposible confirmarlo, que la ley del solo sí es sí -utilizada como arma arrojadiza por Feijóo en el debate— fue admitida por el Ministerio de Justicia –en manos de los socialistas y conocedor de los informes jurídicos que advertían de las consecuencias— para comprometer a Podemos. Una jugada muy peligrosa que los populares están exprimiendo, con un gran cinismo, todo hay que decirlo, viendo cómo se arriman a una ultraderecha que posa sonriente en actos de repulsa de asesinatos machistas.
Igualmente mezquino resulta utilizar los atentados terroristas para arremeter contra supuestos pactos de gobierno entre PSOE y Bildu que no existen. O criticar los indultos a los responsables del referéndum del 1-O, cuando José María Aznar aplicó esa medida de gracia a los terroristas de Terra Lliure.
De todo eso se habló en el cara a cara entre Sánchez y Feijóo. Pero cabe preguntarse si la audiencia estaba para esas sutilezas. Si en estos tiempos de confrontación, bronca y mala educación, vale la pena entrar a rebatir las mentiras de Feijóo, nunca cuestionadas, por cierto, por dos moderadores que actuaron como convidados de piedra.
Feijóo, dicen los analistas, fue más incisivo. O mostró una faceta –que no tiene nada que ver con el perfil moderado que ofrece en Cataluña cuando se reúne con empresarios— que desconcertó a Sánchez. Pero una cosa es realizar el control de la gestión del Gobierno, más que necesaria en democracia, y otra ejercer una oposición facilona y destructiva. Y un ejemplo de esta segunda es prometer la bajada de impuestos y la reducción de la deuda pública, sin explicar cómo se sostendrán los servicios sociales.
O anunciar la revocación de leyes –trans, memoria democrática, eutanasia o vivienda— con el único objetivo de deconstruir el llamado sanchismo. Aunque ya hemos visto cómo Feijóo admite ahora que la reforma laboral del PSOE es buena, a pesar de haber votado en contra en el Congreso.
Las cosas, al final, son mucho más sencillas de lo que parecen. Cabe preguntarse qué modelo de sociedad se prefiere, pensar en clave eje izquierda-derecha -¿liberalismo o socialdemocracia?- y dejarse de elucubraciones sobre votos útiles. Sobre todo porque no ha nacido un Tezanos infalible que sirva de punto de apoyo. Por tanto, que cada uno vote en “conciencia y honor”. Luego no vale perjurar. O apostatar.