–Hola, ¿quieres entregarme algo?
La joyera se dirigía a la persona que estaba en el exterior con familiaridad, como si fuera un proveedor habitual que trajese piezas del taller.
El cliente le echó un vistazo y, mientras ella accionaba la apertura de la puerta, se fijaba en que era un hombre de mediana edad, de tez oscura, el perfil que hubiera levantado sospechas en cierto tipo de establecimientos de Barcelona; sobre todo en una joyería. Él mismo recordaba cómo siendo un pollo-pera era recibido con recelo en esas tiendas cuando quería comprar alguna baratija para la novia. En una ocasión, el propietario dejó suelto al perro guardián, probablemente adiestrado contra jóvenes barbudos, que no paró de ladrar hasta que salió del local.
--Sí, li porto una cosa de l'ajuntament sobre el català.
Una vez flanqueada la puerta, el mensajero, que procedía de las instalaciones municipales de un mercado próximo, dejó un pequeño sobre en el mostrador y se marchó.
--Hay que ver. Este chico es árabe; y qué bien habla catalán.
La joyera hizo el comentario –en castellano-- ante unos clientes habituales, catalanes, gente del barrio que no le hablan en catalán. Se baja del burro mientras les atiende, pero se siente empoderada –como se dice ahora-- para echarles en cara ese gran demérito.
Hasta un moro se adapta a nuestras costumbres; pero vosotros, no. Esa era la idea de Jordi Pujol: es mejor fomentar la inmigración del mundo no hispanohablante porque será más fácil integrarles.
La gota malaya de los gobernantes independentistas, con la que tratan de disimular su apoyo al perverso Gobierno español, o de los exgobernantes neoconvergentes que usan la lengua para tapar el enorme socavón ideológico que hay detrás de la estelada, han creado miles de personajes como esta señora, son los misioneros de la lengua. El ayuntamiento de Ada Colau se ha sumado a esa presión ambiental con la campaña El teu català suma, para la que trabaja el recadero magrebí.
Esa es la batalla perdida de los nacionalistas. El establishment catalán sabe que el idioma franco de Cataluña siempre será el castellano: la lengua propia de los hogares es la materna y, después, el español. El catalán nunca dejará de figurar en tercer lugar, tal como nos dice la demografía. Y si tuviera alguna posibilidad de adelantar posiciones en el podio, no sería a través de la imposición, sino de la empatía, de la admiración; siempre de forma voluntaria.
La segunda batalla la han perdido aquellos catalanes que alguna vez confiaron en Madrid. El Gobierno central de hoy, los del PP, los del PSOE, incluso el de Adolfo Suárez, pagaron siempre el mismo precio por el apoyo parlamentario primero de CiU y ahora de ERC: oídos sordos al idioma, mirar a otro lado cuando la Generalitat se salta a la torera leyes y sentencias sobre la cooficialidad de las dos lenguas. Quiero pensar que todos esos gobiernos siempre han estado convencidos de que el castellano sobrevivirá porque es imbatible en cualquier territorio español, mucho más si el mercado laboral sigue absorbiendo mano de obra extranjera como lo ha hecho en los últimos 40 años.
Se puede entender, incluso puede ser razonable, que tanto unos –los nacionalistas-- como otros –la gente de Madrid-- se tomen el cambalache a beneficio de inventario. Pero deberían saber que resulta muy pesado soportar esa tensión, que un día tras otro gente mediocre que no tiene más mérito que su origen mire por encima del hombro a más del 50% de la población de Cataluña, que a su entender debería comportarse como el morito bueno del mercado.