El nacionalismo que reina en la Generalitat acaba de sufrir un doble y severo correctivo en los tribunales: el Supremo ha confirmado que Salut discriminó a los policías nacionales y los guardias civiles en el plan de vacunación contra el Covid, y el TSJC ha dado la puntilla a la inmersión lingüística. Touché.
Pero como en Cataluña nos va el mambo y nos gusta eso de ponernos palos en las ruedas, los juzgados catalanes han anunciado su decisión sobre el 25% de castellano en las aulas con un documento en catalán repleto de errores ortográficos. ¡Viva! ¿Será recochineo? Sea lo que sea, estos detalles dan fuerza a las reivindicaciones monolingües de los independentistas, cuyos representantes vuelven a la carga con la matraca de la desobediencia, aunque algunos de ellos bien que llevan a sus hijos a colegios multilingües.
Ha tenido que salir el presidente de la sala de lo Contencioso a pedir “sinceras disculpas” por los más de 100 gazapos del auto, entre los que figuran ausencia de acentos, letras que faltan o sobran y pifias de concordancia más habituales del traductor automático que de alguien con estudios, como se presupone que los tienen quienes trabajan en el TSJC y escriben esos documentos. Como de costumbre, se achaca este hecho a un “muy desafortunado error humano que bla, bla, bla…”. Tremendo. Como también lo es escuchar a ciertos miembros del Govern expresarse en castellano. De vergüenza ajena. Pero ellos no se disculpan –viven felices en su ignorancia–, al contrario. Presumen de idiomas y de másteres mientras escupen culebras sin darse cuenta de que hacen el ridículo en cada comparecencia cuando se les pide que respondan en español.
No obstante, estos dos ejemplos vienen a confirmar el fracaso de la inmersión: salvo que se tenga especial interés por la lengua, ni se habla bien el catalán ni se habla bien el castellano. Sus promotores defienden que es una herramienta de cohesión, y podría serlo, pero está diseñada para todo lo contrario: para excluir, para crear una identidad distinta de la española. Recordemos que la lengua es el pilar del nacionalismo catalán, por cuanto es sobre lo que construye su relato de diferenciación con el resto de los ciudadanos del país. Los gazapos del TSJC y las equivocaciones de los representantes políticos conducen al mismo camino: son un reflejo de que el modelo no se sostiene por ningún lado y que hay que cambiarlo, comenzando por un bilingüismo fijado por ley. A partir de aquí, que cada centro lo adapte en función de su realidad, si es que hay consenso para ello.
Por ello, más que nunca, hay que agradecer a los valientes que llevan años luchando por el bilingüismo en las escuelas y que han visto recompensada su tenacidad con esta decisión judicial. Pero no hay que bajar la guardia. No solo basta con asegurar la enseñanza de ambos idiomas, sino que hay que hacerlo de manera –y con los docentes adecuados– que el aprendizaje sea tal. Esa será la siguiente batalla.