Los cinco días de agresión rusa en Ucrania han dejado, además de un drama humano insoportable y de primer orden, una infinidad de debates con posturas de todo tipo. Uno de ellos es qué hacer con los bienes de algunos altos empresarios de pasaporte ruso a quienes Estados Unidos y la Unión Europea consideran cercanos al Gobierno de su país y, por lo tanto, merecen ser sancionados por la invasión del estado vecino.
Lo paquetes de castigo económico aprobados en Washington y Bruselas han provocado todo tipo de especulaciones sobre qué pasará con bienes de lujo que tienen alguna de estas personas, como por ejemplo los yates o las aeronaves de aviación privada. Como informó ayer este medio, Barcelona es parada relativamente habitual de estos vehículos.
Es algo que no es nuevo, pues en el pasado juguetes como el propio yate de gran eslora Dilbar, de Alisher Ushmanov, se han detenido en la Ciudad Condal para tareas de avituallamiento, reparación u otras. Ayer, el Solaris, uno de los yates de Roman Abramovich, reposaba de forma apacible en el puerto de la capital catalana.
Pero la situación sí es novedosa. El Kremlin ha iniciado una operación militar en Ucrania condenada por muchos estamentos como contraria a la ley internacional, y potencias y comunidades económicas occidentales han lanzado sanciones contra los altos directivos que consideran cercanos al Ejecutivo invasor.
En este nuevo escenario de agresión ilegal y posiblemente ilegítima a otro estado, ¿cabe preguntarse si es bienvenido míster Abramovich? La respuesta debe ser depende. La reflexión no corresponde a la infraestructura turística ni al tejido económico, sino que debe ser debatida en los foros internacionales en los que se está coordinando a escala global la respuesta a la afrenta rusa. En esta esfera se debe determinar quién debe ser castigado, cómo y por qué.
Orillar del tejido económico este o aquel bien es una decisión dura y que tiene consecuencias, por lo que los argumentos por los cuales tomarla deben ser fundamentados. No vale lanzarse a la caza del oligarca ruso, como se llegó a verbalizar incluso desde la Casa Blanca. Puede ser simpático como titular periodístico, pero no sostén decisorio de ninguna política pública. Igual que trackear los jets de los oligarcas rusos como ya hacen algunas cuentas de Twitter. Las sanciones deben ser razonadas y ponderadas, y jamás generalizadas o guiadas por el prejuicio. Y menos aún dirigidas a todo el pueblo ruso, que ha demostrado también signos de hartazgo con la guerra pese a la dificultad de hacerlo en su entorno. Y ello no quiere decir que el castigo al presidente ruso y sus acólitos sea poco duro o contundente.
Simplemente hay que tener claro que crearán inseguridad jurídica y que, por ello, afectarán al tejido productivo. Solo desde la claridad y la proporcionalidad, algo que precisamente Rusia no está demostrando en su campaña en Ucrania, a tenor del uso iniciático de los lanzamisiles MRLS ayer en Járkov, la segunda ciudad del estado-víctima y, por supuesto, zona poblada de civiles.
Occidente está (por fin) reaccionando en Ucrania, aunque lo debe hacer consciente de los límites y los contrapesos. Porque son estos los que lo separan de, precisamente, de la arbitrariedad del invasor. La sanciones deben apuntar donde duelan para cumplir su objetivo, contener claridad al sector económico --ayer, a pie de pista de aeropuerto o muelle, nadie sabía si debía dar paso franco a un barco o a un jet-- y hablar más que las declaraciones grandilocuentes. Todo el mundo lo agradecerá.