El PP ha implosionado. La guerra entre el presidente del partido, Pablo Casado, y la presidenta autonómica madrileña, Isabel Díaz Ayuso, ya es abierta y total. Y no hay lugar para dos ganadores.
El liderazgo de Ayuso ha sido insoportable para un Casado incapaz de conseguir que el PP recupere terreno frente a un PSOE desgastado por una gestión mediocre del Gobierno. Y todo se ha precipitado en las últimas horas.
La excusa para el estallido final ha sido una investigación supuestamente ordenada por la cúpula nacional popular sobre las comisiones cobradas por el hermano de la presidenta en una adjudicación de la Comunidad de Madrid. Pero lo cierto es que la dinamita hacía tiempo que estaba colocada y solo hacía falta una chispa que encendiera la mecha.
El trasfondo del combate es, en realidad, algo tan prosaico y atávico como la lucha despiadada por hacerse con el control del partido. Nada nuevo bajo el sol. Basta con repasar la trayectoria no tan lejana del presidente del Gobierno.
Sin embargo, uno de los elementos que han condenado a Casado ha sido su incapacidad para gestionar el crecimiento de Vox. En las generales de noviembre de 2019, apenas pudo pescar votos en el caladero de un Ciudadanos en descomposición, y los de Abascal se pusieron tibios. Ayuso, en cambio, en mayo pasado más que duplicó votos y escaños y rozó la mayoría absoluta, dejando a los verdes sin crecimiento.
En Castilla y León, hace apenas unos días, Casado volvió a tropezar de la mano de Mañueco: victoria agridulce con subidón de Vox. Y una respuesta dubitativa sobre qué hacer con la ultraderecha.
Ayuso parece tenerlo más claro. Su discurso simple y contundente llega cada vez a más gente, evita fuga de votos hacia Vox, e incluso atrae a personas que jamás votarían al PP. Y se ríe sin contemplaciones de los correligionarios o adversarios que le reprochan sus pactos con la extrema derecha.
Y puede que tenga razón. ¿Acaso es más destructivo para la convivencia Vox que ERC, PNV, Bildu, CiU o JxCat? Pues con todos ellos mantienen o han mantenido acuerdos populares y socialistas en las últimas décadas.
En la mayoría de las democracias occidentales los partidos centrales jamás pactarían con Le Pen u otros ultras similares, pero tampoco lo harían con partidos que montan un proceso secesionista unilateral, ni con los herederos de bandas terroristas, ni con los nacionalistas que recogían las nueces u otros ultras similares.
Aquí en cambio sí se ha hecho. Por eso sorprende que ahora algunos se atrevan a clasificar a los ultras en más o menos monstruosos porque les interesa electoralmente.
En España la caja de Pandora se abrió hace muchos años. Y Ayuso parece que ha encontrado el camino para aprovecharlo, como su partido y el PSOE han hecho desde tiempos inmemoriales.
Tal vez sea una oportunidad para volver a meter a todos los ultras en la caja, para ampliar el cordón sanitario.