Decía el ilustrado Voltaire que el secreto de aburrir a la gente consiste en decirlo todo. Seguramente en el siglo XVII y XVIII eso era así, pero hoy el que se explica a fondo es más bien un plasta, un auténtico pesado.
Autoricen unos minutos de pesadez. Cataluña aburre, y no poco. Cataluña es hoy un retrato, un borroso daguerrotipo de lo que fue. Barcelona es un erial y su alcaldesa buñuelo se propone, testaruda, convertirlo en una fritanga de populismo barato y nepótico.
En ese marco, la semana pasada tuvieron lugar acontecimientos de primer nivel en los parlamentos de Madrid y de Barcelona que evidencian la tesis que encabeza esta columna. Mientras en Madrid volvía la política en estado puro con la sesión que debía aprobar una reforma laboral tan controvertida como polémica, en Barcelona la Cámara autonómica vivía un sinsentido con la inhabilitación de uno de sus diputados y una presidenta de la institución que jugaba como una adolescente con acné a vacilarle al Estado sin tomar un solo riesgo personal.
Lo de Madrid y la votación es un vodevil cuya primera lectura tiene bastante que ver con las líneas traseras de la política: cuánto hay de pacto oculto, cuánto pertenece al reino de la escenificación y qué parte debe asignarse a una praxis a medio camino entre la estulticia y el paroxismo.
En el caso catalán, la presidenta radical de la cámara, Laura Borràs, ha protagonizado uno de los ridículos mayúsculos de los últimos tiempos. Ella, sobre todo, fue una de esas fuerzas en redes sociales que criticaba al resto de independentistas por su incapacidad para aguantarle el pulso al Estado, pero ya ataviada con la túnica para mandar tuneó su discurso y se dedicó a protegerse ella y los suyos acatando el mandato de la Junta Electoral y restringiendo el acta de diputado de Pau Juvillà, que arropado por la arrogancia soberanista se empecinó en mantener los símbolos de su ideología en plena campaña electoral.
Mientras Madrid busca por los rincones la reedición del tamayazo de hace un tiempo, en Barcelona se busca quién sabe qué. Comparadas las sesiones, las temáticas y la trascendencia, lo acontecido en la capital de España cambiará las relaciones laborales y es posible que la geometría de alianzas parlamentarias. Lo sucedido en Barcelona no tendrá afectación alguna sobre la ciudadanía. Sin embargo, los recursos, el tiempo invertido y los ríos de tinta periodística guardan una correlación proporcional casi equivalente.
Llevamos casi una década desde que Artur Mas y los suyos se inventaron el procés. Los diez años transcurridos han resultado insignificantes en términos de progreso, aunque muy relevantes en lo que se refiere a oportunidades perdidas, lucro cesante y coste de oportunidad para los catalanes. Un puñetero desastre si hay que ser más exactos con las palabras. En ese tiempo, espectáculos como los del Parlament de la última semana han sido moneda de cambio habitual.
Borràs y los suyos están siendo machacados en las últimas horas por Oriol Junqueras y su séquito de ERC, entre otras razones porque la presidenta ha sido una bocachanclas radical durante los últimos tiempos desde Junts per Catalunya hasta que le tocó ejercer en carne propia la valentía que reclamaba para el resto. Y sus opositores/socios han decidido pasar cuentas con la geganta del pi.
Si todo ese debate no tiene más trascendencia real que la lucha fratricida entre los independentistas que forman parte de un mismo gobierno, ya dirán qué sentido tiene toda la actividad parlamentaria catalana. La respuesta es obvia: casi ninguna.
No es que lo acontecido en Madrid represente una enorme transformación de la sociedad española, pero al menos esos fuegos fatuos del diputado que se equivoca y los que se saltan la disciplina de voto de su partido entroncan mucho mejor con la pluralidad y diversidad de la sociedad. Vivirlo, contarlo y sentirse partícipe de lo acontecido es mucho más divertido y realmente trascendente que el estéril debate de los catalanes. Hasta el asunto de los Juegos Olímpicos de Invierno emerge más interesante por la bronca gratuita que han provocado de nuevo los nacionalistas.
Ahí, justo, radica la visión que hoy Cataluña produce de sí misma: tan intrascendente como irrelevante en su vida interna por más reyertas que se produzcan. Discutir, parlamentar, votar y hasta dictar resoluciones sobre el sexo de los ángeles es tan fastidioso que cada vez aleja más las instituciones democráticas del ciudadano de a pie.
Es aburrida, soporífera y una muestra de laboratorio de nadería ideológica. Así es la política en Cataluña. No es de extrañar que después de tanto tiempo y surrealistas episodios una parte de la población viva soberanamente, independientemente aburrida. Y que además busquemos un estado propio, pero de interés vital y salud mental.