Este viernes se cumple el cuarto aniversario del 1-O y, como cada año, el independentismo lo conmemorará como si hubiese sido una victoria para sus intereses. Un discurso que, sorprendentemente, asume la mayor parte del constitucionalismo.
Tal vez ha llegado la hora de que los catalanes no nacionalistas se dejen de remilgos y empiecen a desembarazarse de los complejos que les han lastrado durante décadas.
Seamos claros, cuanto más tiempo pasa, más claro queda que el 1-O fue una derrota incuestionable del independentismo y un éxito sin precedentes del constitucionalismo. Triunfo del que debería enorgullecerse.
La actuación de la Policía Nacional y de la Guardia Civil frente a las hordas de nacionalistas violentos que trataban de impedir por la fuerza la aplicación de las órdenes judiciales es --me consta-- motivo de orgullo para muchos ciudadanos de Cataluña. Y, como tal, debería conmemorarse.
Sería un error ceder la celebración de esa efeméride al independentismo, como se ha hecho con el 11 de septiembre. Especialmente por una parte de la izquierda. Al fin y al cabo, en 1714 se enfrentaban dos modelos de Estado que en la actualidad tendrían su equivalencia en la socialdemocracia --que, de facto, se aplica en todas las democracias occidentales-- y los ultraliberales confederalistas --hoy, trasnochados--. Y, por suerte para Cataluña, ganaron los primeros.
El 1-O supuso un punto de inflexión sin vuelta atrás. En los años anteriores, el independentismo había arrasado impunemente con todo lo que se le ponía por delante. Durante años, los radicales avanzaron hacia la secesión sin apenas oposición. Basta con recordar el referéndum separatista del 9 de noviembre de 2014, ante la indecente inacción del Gobierno de Rajoy; los innumerables desplantes de los dirigentes nacionalistas a las decisiones judiciales sin ninguna consecuencia; las infames jornadas del 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament, e incluso el asedio salvaje a la comitiva judicial en la Consejería de Economía del 20-S.
Pero con el ejemplar comportamiento policial del 1 de octubre de 2017, avalado por la justicia, todo empezó a cambiar. El Estado, tras años de ausencia, reapareció en Cataluña. La mitad de los cabecillas del intento de golpe al Estado fueron capturados, encarcelados y condenados (solo los indultos a los sediciosos han enturbiado y desbaratado algunos de los avances en la convivencia que se habían logrado). La otra mitad huyó cobardemente y sigue fugada vagando por el extranjero con el desasosiego permanente ante el riesgo de una posible extradición. El Estado se atrevió, por fin, a aplicar el 155 (corto y superficial, es cierto, pero rompió un tabú que duraba décadas). Los promotores del primer referéndum son perseguidos por su responsabilidad patrimonial. Y un presidente de la Generalitat ha sido inhabilitado sin contemplaciones por incumplir la ley reiteradamente.
Con el 1-O, todo cambió para mejor. Y así deberían celebrarlo los catalanes constitucionalistas.