Las ideologías se mueren y se deberá reinventar todo. Es un comentario que suele provenir de la llamada derecha. La izquierda lo repite de forma condescendiente y se queda tan tranquila. Con acusar a la derecha de que quiere matar toda ideología que pueda plantear un cambio en el sistema ya está satisfecha. Ya puede seguir adelante, aferrarse a sus planteamientos más conservadores y mirar por encima del hombro al ciudadano ‘egoísta’ de la derecha. Victoria moral. ¡Perfecto!
Esa izquierda, sin embargo, se equivoca, porque quien contribuye a que mueran las ideologías es precisamente esa izquierda poco imaginativa, que pone el acento en la distribución de la riqueza y no en su creación, y que se ha dedicado a plantear guerras culturales para ridiculizar a la derecha. El ejemplo claro es el de Ada Colau en el Ayuntamiento de Barcelona, aunque no es la única.
Lo último de Colau es poner en marcha un centro para reeducar a los hombres, para que, a través de una escuela de formación, se piensen los “imaginarios distintos de lo que significa ser hombre”. La idea podría ser positiva. Los hombres hace tiempo que están inmersos en la tarea de repensar su condición en el mundo. Lo deben hacer, porque la sociedad ha evolucionado y se veían beneficiados por un sistema que ellos mismos han dominado durante siglos. Pero la izquierda no puede centrar su discurso únicamente en los valores post-materialistas de los que hablara por primera vez el sociólogo Ronald Inglehart. Su idea se ha cumplido. Tras la II Guerra Mundial se ha ido registrando en todos los países occidentales una tendencia a favor del medio ambiente, la calidad de vida o la autoexpresión individual. Pero esos valores post-materialistas pueden desvanecerse si no se asegura, precisamente, un mayor crecimiento.
Se podrá distribuir, se podrán organizar talleres y centros de ‘reeducación’ para mejorar la convivencia, para que los hombres y también las mujeres sepan adaptarse a los nuevos tiempos. Pero la izquierda también debe reorientar su base teórica. No hay nada escrito que asegure que es la derecha la que se debe encargar de la gestión, que es más eficaz y que sabe cómo crecer, mientras la izquierda piensa en cómo ‘reeducar al hombre’ y en cómo protege con mayor mimo a las minorías. La izquierda ha decidido situarse a la defensiva, cuando tiene potentes argumentos para exhibir que sabe cómo hacer crecer una economía, que tiene la palanca del Estado, y que éste históricamente ha sido el que ha permitido que las empresas privadas tomaran luego el testigo de la innovación y el riesgo.
Colau y esa parte de la izquierda que únicamente se guía por los valores post-materialistas debería tener en cuenta lo que aportan economistas como Mariana Mazzucato, autora del enorme Misión Economía (Taurus). No es suficiente con regular la economía --esa obsesión de Colau--, que no permite negocios en la ciudad que sí posibilita la tecnología. Se debe regular, sí, pero se debe colaborar también para incentivar el crecimiento, para dibujar una nueva economía, para proyectar riqueza, para animar a que se impulsen negocios, para que el ciudadano tenga un horizonte de futuro en el que él sea el protagonista y no la Administración. Mazzucato insiste en potenciar la innovación, con un papel estelar por parte del Estado, que es, por ejemplo, lo que ha permitido a Estados Unidos tener grandes empresas tecnológicas multinacionales. La izquierda debe reivindicar ese papel del Estado, pero para inyectar también en la sociedad la pasión por la innovación y el riesgo.
Hay otras referencias para esa izquierda que ha perdido la cabeza. El premio Nobel Jean Tirole ha asesorado al presidente Macron, y se considera un economista progresista. Pero tiene claro que para que el Estado pueda servir, para garantizar ese papel que le asigna Mazzucato, debe reorientar una gran parte del gasto que realiza, mal enfocado, con duplicidades administrativas, con organismos obsoletos. El Estado no debe gastar menos, pero sí mejor, nos dice Tirole en La economía del bien común.
Sólo esa izquierda eficaz, que sepa realmente lo que tiene entre manos, podrá competir en pie de igualdad con la derecha, supuestamente con mayor crédito para gestionar la economía. Lo que no puede hacer es abandonar el terreno de juego y centrarse únicamente en los debates en los que cree que puede ganar de antemano: todos los relacionados con las minorías, con las guerras culturales. Porque podría ocurrir, y ya ha sucedido, en parte, que esa izquierda ya no se considere como tal y que renuncie a seguir secuestrada por un paternalismo pasado de vueltas.