Quedan unos dos años para que los ciudadanos seamos convocados a las urnas al objeto de votar sobre los municipios en los que habitamos. En mayo de 2019 se configuró el mapa local que seguirá vigente hasta 2023. Barcelona, por ejemplo, le dio más votos a la candidatura de Ernest Maragall (ERC) que a la de Ada Colau (BComú), pero la aritmética de los pactos permitió que la alcaldesa ocupara la vara de mando otros cuatro años. Eso y un triple salto mortal de Manuel Valls que, tras fracasar como alternativa, sorprendió dándole la alcaldía a Colau para evitar el aterrizaje independentista en el consistorio de la capital catalana.
Colau era previsible. Su radicalidad, sectarismo y negatividad sobre la ciudad fueron conocidas en la anterior legislatura. En esta, el pacto con los socialistas puede haber matizado algo su desparpajo populista anterior, pero los líos con la movilidad, la economía de la ciudad y la turismofobia no se han minimizado. De su mano, Barcelona decrece, muta hacia la decadencia e, incluso, está más triste como urbe.
Hay muchos sectores, diversos ideológicamente, que coinciden con la mala influencia que la actual alcaldesa y su corte de palmeros radicales proyectan sobre el municipio. En algunos, más vinculados al mundo de los negocios, existe auténtica desesperación. Y no se trata de la crítica a una alcaldesa comunista --existen precedentes en Sabadell, Santa Coloma de Gramenet, Montcada i Reixac, Santa Perpètua de Mogoda, Sant Feliu del Llobregat, El Prat…--, sino a su singular concepción del ejercicio del poder con revanchismo, desconfianza y reivindicación de la secta y el clientelismo.
Barcelona se juega el ser o no ser si prosigue Colau y su equipo al frente del ayuntamiento. Es una percepción que abunda en todos los sectores de la sociedad, incluso entre sus actuales socios de gobierno. Nadie en el PSC quiere a Colau, aunque por posibilismo deseen atesorar algunas carteras en el gobierno local. Su máximo dirigente, Salvador Illa, es consciente de la situación y sigue emperrado en que la apuesta del partido para 2023 será de nuevo Jaume Collboni. Incluso se inventó un acto para darle el máximo apoyo al concejal que lleva años soportando la proximidad de los comunes y que tiene la obligación de portar el estandarte del PSC hasta que se produzca un relevo.
En la sociedad civil catalana no se confía en las posibilidades actuales del PSC para darle la vuelta al resultado dentro de dos años con Collboni como candidato. Tampoco agrada Elsa Artadi, la candidata de la antigua Convergència, y casi nadie se atreve a augurar el futuro del septuagenario Maragall como candidato republicano. El alcalde que tome la presidencia del pleno municipal en 2023 lo logrará, no por la obtención de una mayoría clara, sino fruto de un pacto. Es casi una obviedad, pero las diferentes geometrías dan escalofríos. Con el retroceso de Podemos y la marcha de Pablo Iglesias, Colau solo puede ser fuerte y útil a los suyos en Barcelona. Se acabaron las veleidades ministeriales tras la remodelación de Pedro Sánchez y los de BComú se jugarán todo en la Ciudad Condal. Si suman con ERC volverán a gobernar.
En ese contexto aparecen iniciativas aisladas, bienintencionadas, pero dudosas. Hay quien las defiende como un intento de dividir el voto para evitar un escenario como el actual. En ese marco emergen, por ejemplo, los intentos de Santi Vila por regresar a la escena política. El que fuera consejero de la Generalitat no tiene padrinos de momento. Sí los tiene, en cambio, Gerard Esteva. Los entornos empresariales apuestan por él creyendo que ser joven, un poco nacionalista y presidente de las federaciones deportivas catalanas es suficiente aval para obtener resultados en las urnas. Se equivocan, Esteva mueve con el deporte decenas de miles de fichas federativas de barceloneses que no le votarán. Su gran mérito ha sido atender a las pequeñas federaciones desde un punto de vista financiero y adelantarles las subvenciones públicas de la Administración autonómica. Con esos mimbres no se gana la ciudad.
Con toda la modestia, y salvo un giro espectacular del escenario local, la llave de lo que pueda pasar la tiene Salvador Illa. El secretario de organización del PSC ha realizado un máster madrileño que le ha hecho avanzar enteros como político. En las elecciones autonómicas, pese a realizar una pésima campaña fruto de la improvisación, ganó en votos. Su figura concita seriedad y capacidad de gestión, aunque en los debates televisivos fuera un lorito de repetición. Solo él sabe si hará caso a quienes le insisten de forma reiterada en que debe encabezar la candidatura socialista al ayuntamiento barcelonés. O, en su defecto, que para ese menester podría repatriar a Miquel Iceta.
Tras la salida del Gobierno de Iván Redondo, habrá que ver quién en el partido de los socialistas se pone las encuestas por montera cuando lleguen las municipales y toma decisiones como la que se adoptó cuando se apartó a Illa del Ministerio de Sanidad para que fuera cabeza de cartel electoral. El jefe del PSC se hace el muerto de momento con la cuestión, pero la procesión electoral va por dentro.