Los delitos de odio parece que han encontrado en la pandemia el mejor caldo de cultivo. La restricción inaudita de libertades fundamentales en pro de evitar la propagación de un virus mortal (un argumento de ciencia ficción si no fuera por todo lo vivido en los últimos 16 meses) lleva aparejados otros fenómenos que deberían preocupar mucho por el camino que discurrimos como sociedad adulta, con nuestras responsabilidades colectivas que no legamos a “los políticos”.
En un entorno cada vez más dicotómico, los discursos populistas discurren a sus anchas. Twitter se ha convertido en la plaza pública donde se llega a justificar que los adolescentes que han ido de viaje de fin de curso a las Baleares regresen contagiados en avión a sus casas para pasar la cuarentena al lado de sus familias y no en los hoteles que se han habilitado para ese fin. Algo completamente inaudito y que dice mucho, especialmente, de las familias. La decisión de comprarles un billete para que puedan regresar a casa no es la mejor opción para que aprendan a asumir las responsabilidades que les requerirá la vida adulta, además de denotar una insolidaridad que roza lo inverosímil.
Lo que ocurre en las unidades móviles de vacunación desde que han abierto sus puertas es similar. De entrada, la organización de estos equipamientos es mejorable. Se han diseñado para avanzar lo más rápido posible en la inmunización de colectivos de riesgo, mayores de 40 años sin inoculación previa y jóvenes sin domicilio fijo o que sufren carencias digitales y no pueden acceder a la aplicación del CatSalut para reservar fecha. Aun así, en las colas proliferan los jóvenes con iPhone que, como mínimo en la primera jornada, fueron inoculados.
El personal de Cruz Roja remarcó las condiciones para recibir la dosis única de Janssen, pero eran muy pocos los que dejaron las 1.000 vacunas diarias a los que realmente las deberían recibir. Los que se quedaron reivindican que tenían tanto derecho como el resto de la población a recibirla y que no les podían “penalizar” por ser jóvenes. Nadie les confrontó porque, principalmente, se quería evitar la discusión y el personal sanitario estaba demasiado cansado para entrar al trapo.
Otro caso real es el que le ha sucedido a una persona de mi entorno inmediato, profesora universitaria. En la semana de exámenes recibió un correo de un alumno en el que le explicaba que vivía con mucha tensión esos días y que su madre le había recomendado que mejor se fuera a dormir en lugar de acudir a las pruebas, por lo que le pedía buscar una fecha alternativa. Le comunicó que no tendría esa deferencia a no ser que existiera un certificado médico contrastable de que era imposible asistir al trimestral. En el caso contrario, constaría como No Presentado. El alumno en cuestión le propuso facilitarle el teléfono de su madre por si podía debatirlo con ella, extremo que la docente rehusó de forma amable. Finalmente, hizo el examen. Creo que suspendió.
El avance hacia una sociedad cada vez más idiotizada parece imparable. Reivindicamos con energía unos derechos que nos ha costado mucho adquirir, pero olvidamos de forma onerosa que están intrínsecamente unidos a los deberes. Que atenderlos es otra de las obligaciones que implica ser ciudadano.
Nos llevamos las manos a la cabeza por casos repugnantes que nunca deberían haber ocurrido (y que preocupan mucho) como el asesinato de Samuel Luiz. Esta misma semana los Mossos d’Esquadra detenían en el Masnou (Barcelona) a un grupo de jóvenes, algunos de ellos menores de edad, por cometer como mínimo cuatro agresiones con violencia y lesiones en la localidad a otros vecinos de la misma edad.
La violencia crece y se justifica por una “extrema derecha” en expansión. Vox enciende discursos que promueven estas actitudes, como el matonismo con el que los líderes del partido se han lanzado contra el editor de RBA o la redacción de El Correo por no bailarles el agua o por convertirlos en objeto de burla de un semanario satírico como es El Jueves. Estas actitudes se deben censurar, sin olvidar que resulta simplista e ingenuo cargarles la responsabilidad exclusiva de lo que nos ocurre como país. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?