Esta semana se confirmaba el peor de los presagios de uno de esos sucesos que marcan un antes y un después en un país. Tomás Gimeno lastró su cuerpo al mar antes de hacer lo propio con el de sus dos hijas ante la costa de Tenerife movido por su voluntad de infligir el mayor de los daños posibles a su exmujer, que le había dejado e iniciado una nueva relación. No se trata de un enfermo, sino de la maldad más pura. La de la violencia vicaria, aquella en que se usa a los niños como un instrumento para dañar a la madre (en la mayoría de los casos), otra lacra que va de la mano de la violencia machista.

Que esta existe, que es un problema social que persiste y que requiere de una legislación especial para evitarla es un debate que no se reabrirá en el país a pesar de los intentos populistas de ciertas formaciones que ahora están en auge. Eso es tan cierto como que existen hombres maltratados o que hay pequeños que mueren en manos de sus madres, que buscan de esta forma provocar la herida más profunda posible en su padre, como el reciente caso sucedido en Sant Joan Despí (Barcelona). Pero, por suerte, se trata de casos aislados que requieren de la atención pertinente, no se trata de una violencia estructural por una cuestión de género.  

Un suceso tan hiriente como el de Tenerife lleva aparejado un debate social mal enfocado. Se reclama un castigo cada vez más duro al agresor --se ha llegado a plantear la prisión permanente no revisable-- cuando lo realmente útil sería intentar avanzar en la prevención. En intentar evitar por todas las vías posibles que un hijo nunca sea asesinado por su progenitor para hacer daño al otro progenitor. Y la más básica es la regulación.

Un total de 39 menores han sido asesinados en España por sus padres o por las parejas o exparejas de sus madres desde 2013, el año en que se comenzaron a contabilizar las víctimas de violencia machista. En este recuento no se incluyen a las dos niñas de Canarias. Además, la violencia vicaria como tal aún no está recogida en la legislación española: hasta 2015 no se reconoció como víctimas directas de la violencia de género a los menores asesinados.

Falta avanzar en esta senda. La nueva ley del menor dibuja un nuevo entorno en el que se refuerza la protección de los pequeños de gente que es sencillamente mala, por muy naif que pueda parecer el término. De nuevo, intentar entender su comportamiento por una posible enfermedad mental resulta mezquino, principalmente con las víctimas. Pero queda pendiente abordar un gran capítulo, seguramente de gran complejidad. El de cómo se protege a los menores de la violencia en el hogar.

¿Puede un maltratador mantener la custodia de sus hijos? ¿El Estado debe intervenir para que, en el caso de un régimen de visitas, se realicen bajo supervisión? ¿Cómo se abordan violencias machistas como hacer luz de gas a a la expareja a través de los menores? ¿Qué tipo de atención deben recibir? Cuestiones todas ellas que deben abordarse sin más demora no solo a través de un debate social, sino también en el Congreso de los Diputados para avanzar hacia una sociedad más justa y democrática posible, en la que se intenten evitar más asesinatos como los cometidos por Tomás Gimeno y José Bretón.

La violencia vicaria, la peor cara de las violencias, debe tener una respuesta clara y contundente desde el ordenamiento jurídico. La solidaridad por si sola no genera ningún avance.