Torra ha tenido un último arrebato de gallardía y se ha presentado en Madrid para “mirar a los ojos al tribunal que quiere hacer caer a otro presidente de la Generalitat”. Pero está fastidiado. Mucho. Tras la vista ante el Supremo sobre su previsible inhabilitación ha pronunciado un discurso con semblante asqueado, cariacontecido, y con un contenido cargado de incongruencias, mentiras y mensajes sin sentido. Como de costumbre. Porque el todavía presidente catalán se lo ha creído. Se ha creído que es alguien, que es el elegido cuando todos sabemos que era el que menos estorbaba de cuantos pasaban por allí.

El president sigue dando bandazos. Todavía no le ha cogido el pulso al cargo… y ya va tarde. El personaje se ha comido a la persona. No hay más que oír el inicio de su intervención, en el que ha confesado que se encontraba en la “delegación de Cataluña en España”. Lo preocupante es que estas afirmaciones ya pasan desapercibidas para el común de los mortales. Por cierto, lo ha repetido para que no hubiera dudas, dando a entender que vive en un país independiente que, a su vez, aspira a independizarse.

A partir de ahí, su discurso se ha desarrollado en bajada. Ha insistido en que el movimiento independentista “llegará hasta el final”, un final que desemboca en una “república libre y justa, para todos los catalanes” (ya comenté en otro artículo que, para el separatismo, el concepto catalán excluye a más de la mitad de población de Cataluña). Toda una declaración de intenciones y que demuestra que los radicales no se arrepienten de lo que han hecho. Que lo volverán a hacer más pronto que tarde. Y, eso, en parte, es culpa del buenismo (a veces interesado) de los gobernantes españoles.

Torra también ha confesado que no están “en contra de nadie”. Así, en plural. Él, tal vez no (aunque mucha estima no les tiene a los españoles a tenor de los artículos que les ha dedicado con anterioridad). Pero sí hay mucha gente que le apoya que, por poner un ejemplo amable, desea que la selección española pierda hasta el avión. Por no hablar de la persecución que sufre el castellano desde las instituciones públicas catalanas, que pretenden relegarlo a la intimidad, a los subtítulos y a los mensajes contra España.

También se llena la boca Torra de la “libertad de expresión”, sin precisar que su libertad termina donde empieza la del otro. Y que no puede utilizar una institución pública para fines partidistas, que es lo que ha hecho todo el tiempo. Una libertad de expresión en la que enmarca el pulso que le ha llevado a un paso de la inhabilitación: una pancarta a favor de los políticos presos en periodo electoral, rompiendo la neutralidad de los organismos públicos. Sí, ellos deciden quién y cómo disfruta de esa supuesta libertad. Por cierto, su condena no es por la pancarta en sí, sino por negarse a retirarla. Pequeño matiz.

El resto de comentarios de Torra dan para una tesis. Habla una y otra vez de la “decadencia galopante” de la democracia española. Al parecer, es mucho mejor la catalana, aquella que se salta el Estatut y la Constitución; aquella que quiere imponer la independencia con el apoyo de menos de la mitad de los ciudadanos; la misma que afea la corrupción de los partidos nacionales y calla cuando los asuntos turbios salpican al patriarca Pujol: “El Estado espía a representantes democráticos” (acusación sin pruebas) “y acompaña al exilio a un monarca investigado por una causa monumental de corrupción”.

El discurso de Torra bien merece un análisis pormenorizado cuando insiste en vincular violencia con España y paz con Cataluña. Se refiere, en concreto, al 1-O, aquella fatídica jornada en la que los votantes se resistieron a la autoridad, que actuó tarde y mal, sí, pero que tenía la orden de impedir el referéndum ilegal. Olvida el presidente, sin embargo, los cortes de carreteras, la quema de coches y contenedores, el intento de colapso de El Prat y los tristes días que se vivieron en Cataluña tras la sentencia del procés. De pacíficos, poco. Ah, que eran ñordos infiltrados.

Lo que es de traca, para terminar, es que Torra se defienda diciendo que se le quiere inhabilitar “en ejercicio de su mandato” y “en mitad de una pandemia y de una crisis monumental” (la realidad es que el TSJC le inhabilitó en diciembre, pero ha recurrido). Una crisis que todos coinciden en que ha gestionado de forma nefasta, y que ha utilizado políticamente. También sorprende que se refiera a su posible incapacitación como “irresponsabilidad”. ¿Qué es, acaso, lo que han hecho él y sus predecesores con Cataluña? Comenzaron a empobrecerla años antes del Covid-19. No podían faltar las alusiones a la "represión descarnada” y a la “venganza”. Menos mal que deja una última oportunidad a España de “subirse al tren del siglo XXI”: permitir un referéndum.

Las palabras de Torra, a pesar de todo, contrastan con los hechos. Es tan cobarde que ni siquiera convoca elecciones porque se lo piden desde Waterloo. Ni siquiera sabe salir de esta con dignidad. Dice que unos comicios ahora "paralizarían la Administración catalana", como si cambiase mucho de la situación actual. Por cierto, no hay que olvidar quién es la defensa del presidente: un hombre que cumplió condena de 14 años por colaborar con ETA. Ya ha pagado por ello, y es evidente que todo el mundo merece una oportunidad. Pero llama la atención que alguien con su pasado sea el elegido para defender la democracia. Dime con quién andas...